Buen humor versus eterno retorno

Afrontar las cosas con humor las hace más soportables. Eso está claro, no estoy descubriendo nada nuevo ni lo pretendo a estas bajuras de la vida. Uno (o una, o une) termina cansándose de las quejas ajenas aún más que de las propias; y cierra los ojos y aprieta los puños cuando alguien, aprovechando una pausa, qué digo yo, en la playa, mientras los maridos se apresuran a demostrar su hombría dando unas brazadas hasta el islote que se tragará la marea, se dispone a soltar sus menudas pesadumbres, tan conocidas por repetidas y comunes a la humanidad entera. Porque hay problemas de convivencia, asuntos domésticos, que todos compartimos y aceptamos más resignados que unas pascuas, que no hace falta ni nombrar. Pero ahí van, revoloteando y surfeando en el aire estival por el simple deseo de echarlas fuera y/o llenar un vacío que el silencio y la brisa y el runrún de las olas ya se ocupa de llenar con placidez.

Eso del desahogo está bien, o mal, no sabría juzgarlo; pero sería mejor que aceptáramos sin más nuestras rutinas con alegría sobre todo si nunca jamás pretendemos atajar esos minúsculos contratiempos, esas tontas desavenencias, porque pa qué pa qué, de qué íbamos a hablar entonces cuando el caballerete se acercara a la barra a pedir una sin alcohol (así andamos ya, pasados los cincuenta) si no es de lo desordenado que es, lo poco detallista, lo mucho que frunce el ceño ante cualquier contrariedad. Ese tipo de cosas que nos llena la vida de anécdotas que bien que podíamos convertir en un divertido relatillo con que amenizar las veladas exentas de espiritosos o las largas horas frente al escenario marítimo; ese tiempo que se extiende eterno y monotonísimo como ya me encargué de decir por estos lares no hace mucho para confirmar que a mí la playa me aburre lo más grande, y que lo que me va es conocer cosas nuevas, ya sea un body milk hecho a base de leche de burra (¿será verdad?) para emular a la bella Cleopatra o la torre de la catedral de Estrasburgo mancillada por un mapping floral bajo la lluvia de agosto.

Aunque por qué no decir las cosas claras: lo que no soporto, aunque le reconozco su utilidad (el caos tampoco me fascina), es la rutina, la imposición de horarios y tareas, la «vuelta al cole» con lo que eso implica. Encerrarse de nuevo en el despacho siete horas seguidas para ejercer un trabajo tan tonto que ni yo misma sé pa qué pa qué. Bueno, sí, para comer todos los días, que no deja de ser un motivo de peso; pero la verdad es que dejó de interesarme hace siglos por mucho humor que intente echarle en lo alto. Empeño no me falta. Ahora, por ejemplo, me dispongo a incorporarme después de una operación de retina que me ha aumentado la incipiente catarata que ya me invadía el ojo izquierdo. No creo que consiga poner las comas en su sitio hasta que no vuelva a intervenirme, pero a quién le importa eso. A mí, desde luego, no. Llevo luchando con el correcto uso de esos signos que a nadie le parecen necesarios durante décadas y ahí seguimos, sin reconocimiento por mi labor de estructurar los textos para que sean legibles ni esperanza de que alguna vez ocurra ese pequeño milagro. Y, si bien al principio eso me molestaba, ahora me lo tomo con humor y mucha desvergüenza. O sea, que me he relajado bastante y he aprendido a convivir con la desgana y a aceptar el desprecio a mi labor con alegría, que es el único modo de afrontar los hechos tal como vienen. Sobre todo cuando no tienen remedio, desde una avería en el coche que te deja tirada entre Aranda de Duero y el infinito (esto también es verídico) hasta unas cataratas que te impiden ver el bosque.

Ahora solo me queda trasladar ese espíritu jovial, e incluso caricaturesco, a otros asuntos. A la escritura, por ejemplo, que, con tanto desbarajuste ocular, anda por mi parte bastante abandonada. Seguramente para bien de la literatura, claro. Admiro la capacidad de hacer reír porque yo, desde luego, no la domino. De mantener en el lector una sonrisa al retratar de un modo acerado y a la vez amable ciertos personajes, ciertos defectos, ciertas disposiciones y talantes, sin emplear la triste fórmula de la solemnidad o la nostalgia, que cansa y abruma y nos tiene hasta los huevos. El humor es siempre muestra de inteligencia, y últimamente la noto escasita en determinados entornos. Es, además, una fórmula estupenda para la crítica, siempre lo ha sido. Aunque también eso, el ejercicio crítico, parece caído en desuso.

En fin, no sé. Después de dar tantas vueltas me doy cuenta de que estoy como al principio. Cansada de escuchar y vivir las mismas cosas pero con pocas aptitudes para cambiar de actitud. ¿Será verdad que estamos amarrados a un destino, que la providencia divina nos tiene trazados los pasos de antemano? ¿Que el fatalismo es una fuerza tan grande que ni siquiera la risa puede combatirla? Chi lo sa. Yo, por si acaso, voy a poner de mi parte para entrar con buen pie en septiembre, que el mal de ojo tendrá los días contados.

Digo yo, porque solo tengo dos y de verdad que no doy abasto…

Elena Marqués

 

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