Canto a quien

Nadie sabe qué es la hierba, Iván. No hace falta que nos lo recuerdes con una cita de Whitman, de quién si no, para anunciar este último libro que es tan tuyo como del americano de las barbas largas y el canto enfervorizado y anchísimo. La hierba, sí. La hierba. Los científicos dirán lo que crean conveniente, le destriparán la composición, contarán de su clorofila y su crecimiento salvaje, pero no podrán explicar la sensación que experimenta uno al tumbarse sobre su color verde y punzante a esperar la caricia del sol o la inspiración.

De ella, de la inspiración, he escuchado hablar al autor sevillano en varias ocasiones, de la llegada del estro y cómo vapulearlo hasta que sangre. («Hay una lucha dentro de mí, del lenguaje con las cosas», afirma en el poema 17). De la forma de trabajar de un hombre que se toma la poesía en serio y por eso todo lo demás. Y yo, por mi parte, en esos escasos y esperados encuentros de presentaciones y sucedáneos, siempre le he dicho, después de leer cualquiera de sus obras, «tú eres diferente, niño». O, si no se lo he dicho, lo he pensado con fiereza. En cada uno de tus libros eres distinto, aunque te reconozca la voz desde dentro de una copa oscura.

Canto a quien está compuesto por 27 poemas que son un solo poema, un himno tan vivo como las balas que matan y tan profundo como la luna lorquiana. «Este es un libro de un hombre que mira una brizna de hierba, / el que abre una naranja para contaros una estrella», anuncia al principio. Nos anuncia, porque en ese pronombre enclítico nos incluye y nos ampara. A todos los hombres. Nada hermana más que la poesía, parece anunciar. Con ella no hay fronteras ni espaciales ni temporales. Vale, estoy de acuerdo. «Miramos al otro de la misma forma / que el hombre del Plioceno miraba al megaterio». Y también: «Estos poemas son los mismos para todos, están escritos en un único idioma». Al fin y al cabo, el poeta está destinado a cantar al mundo. Y para eso solo hay que mirar como Iván Onia mira. Porque «la mirada es un idioma». Es la manera más lúcida de encontrar una hoguera en el bolsillo. De encontrar la belleza del hombre y sentirse agradecido como para que rece en su epitafio «IVÁN ONIA (1989-AHORA), el hombre que lo amó todo». Incluyendo al prójimo.

Porque, aunque pensemos que solo por el título hay mucho de ese Canto a mí mismo celebratorio y panteísta, es el Hombre el protagonista de estos versículos (a Onia le gustan el ritmo y la cadencia abarcadora de los periodos largos), la humanidad en todas las acepciones que recoge el diccionario, su rara y pequeña grandeza. O al menos yo me siento incluida y partícipe de todo lo que aquí se derrama y por eso doy por hecho que a quien lo lea le ocurrirá lo mismo.

El autor de Canto a quien me podrá decir que estoy equivocada, que nada más lejos de su intención. Que él no quiere celebrarse ni celebrarnos, que lo que quiere es cantar al lenguaje antes del lenguaje. Descubrir el mecanismo original de ese empeño nuestro en comunicarnos. Lo que convierte el gesto de señalar en palabra. Vale. Pues también. Miremos a los peces hasta olvidar nuestro idioma. Volvamos. Regresemos. Seamos hierba.

Yo no voy a negar que admiro muchísimo a Iván Onia, pero tampoco me voy a descalificar a mí misma, que sé reconocer lo bueno y distinguirlo de lo mejor. Cada libro de este poeta aún joven pero sabio y niño-viejo es un hallazgo milagroso que te lanza a ti a escribir sabiendo que vas encaminado al fracaso. Porque él bebe de tantas fuentes que uno ya no tiene tiempo de remontarlas. Y todas bien asimiladas en su lenguaje propio y magnético que nos hace sumergirnos en la surrealista vorágine del mundo. Vivir a un tiempo alegrías y desgracias y darnos cuenta de que somos, a la vez, una leve partícula que lo contiene todo. Algo que solo él sabe explicar y que yo me estoy cargando en el intento de glosarlo.

Los ojos de Iván Onia saben mirar y se preocupan por que lo que escriban sea algo que no es lo mismo que lo mirado («pero nada de todo esto es el poema»). En esa transformación, en esa alquimia cuyo proceso solo él sabe o desconoce, donde se cruzan imágenes deslumbrantes y asombrosas, surge la poesía. Aunque esta exista por sí misma, más allá del poeta, según cuenta el poema-homenaje 22, donde recoge versos de voces conocidas y muestra sus respetos por los colosos del lenguaje, su única patria. Ahí, sí, está la poesía. En ese no saber qué es la hierba, en esa hierba antes de nombrarla (léase poema 15), en esa brizna que es como es sin entenderse, solo siendo, y de ahí, quizás, el sueño del poema 5 y las claras recomendaciones del 6: «Quédate en el centro de todas las cosas, / no toques nada, deja que el mundo pase sobre ti, / deja que te atraviese con su ajuar de tigres, / con su inventario de rosas». No sé si es Borges quien me habla, pero yo lo estoy escuchando ahora mismo. Será porque tradujo también a quien dijimos, y porque le gustaban las largas enumeraciones caóticas como a mi Onia. Será porque, como dejaba caer Berkeley, de quien el argentino adoptó más de una idea, nada existe hasta que no es percibido. «Pero esto no será París / hasta que vengas».

No me resisto a despedirme sin regalar unos cuantos versos del niño Iván para animar a leerlo. Si es que tengo que hacerlo. Hay cosas que caen por su propio peso. Saber que Onia ha escrito un libro debería llevar como consecuencia inmediata ir a comprarlo.

Los milagros me rodean. No existe nada, allá donde mire,

que no posea una corona de oro. Nada igual a otra cosa.

Todo tiene una pequeña cerradura que el asombro abre.

Solo la boca en la manzana crea la manzana. Solo la mirada posada en el milagro lo hace.

El guisante devolviéndome un guiño prometiendo la ternura de planeta encontrado.

El perro en la carretera esquivando la muerte en un francés perfecto.

Pues ya está. Así es como Iván Onia ha abierto una estrella como si fuese una naranja y nos lo ha contado. Si lo leemos a él, si recorremos sus átomos enamorados, igual descifraremos el universo.

Elena Marqués

Iván Onia (Sevilla, 1980) ha publicado la plaquette Tumbada cicatriz (Ediciones en Huida, 2011) y los poemarios Galería de mundo y olvido (Ediciones en Huida, 2013), Hermanos de nadie (Karima Editora, 2015), El decapitado de Ashton (Ediciones de La Isla de Siltolá, 2016, obra finalista del primer certamen de poesía Antonio Colinas), Paseando a Míster O (Asociación Noctiluca, 2017) y El padre hijo de Sharon Old. Mantiene el sitio web www.laspuntasdeltiempo.blogspot.com.

 

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