Después de la música

Desde que leí el título de este poemario de Jesús Cárdenas di por sentado lo que venía Después de la música: el silencio. Y algo (o mucho) de eso hay en este conjunto sinfónico en cinco movimientos donde las pausas se miden como un respiro exacto entre el desgarro, el dolor y la soledad. Esa ausencia de ecos nos acompaña desde la cita de José Hierro que preludia el libro («y el silencio del mar, y el de su vida») hasta el abrupto adiós con que concluye («Quizás oiréis cerrar la puerta,/ los pasos en el umbral»); nos conduce en un viaje en solitario por rescatar las palabras como esencia absoluta de la poesía.

Jesús Cárdenas se dirige a un tú visible aquí y ahora, presente precisamente por ese mágico signo capaz de concitar la realidad palpable («¿No es la palabra frío/ la que consigue agrietar la cara?»). Aun así, consciente de que esta no siempre consigue su objetivo de clarividencia («Que hay más de un túnel oculto/ en las palabras que nos decimos»), se impone la armonía del silencio («Para qué querría hablar entonces/ si no encuentro un verbo para este instante»), pues, aunque la voz del escritor ansía ser escuchada y dejar de ser unidad («Quiere contar con una habitación/ iluminada, un ajetreo cálido»), solo consigue sumergir al lector en su propio mutismo, hacerle ver que también él ha llegado a un final: el del concierto o el de una etapa de su vida.

Los ojos del poeta, de nuestro poeta, tienen el privilegio de escarbar e interpretar cada gesto, cada acto de ese tú lejano al que se dirige: el mismo que lo mantiene en un estado de muda angustia. Solo la ausencia de voz y de sonido (de respuestas, en fin) puede acompañar la imagen estática de las fotografías, esos retazos de tiempo suspendido que no consiguen difuminar «la pesadez grasienta de la muerte» y que aparecen y reaparecen en la segunda parte del libro («Vías de escape») para desembocar en un silencio más fiero y más profundo, en un vacío que «late/ en todo lo que existe», que se desenvuelve en una rutina de soledad acompañada y limitada por nuevas fronteras de quietud. En esta liza de la vida el poeta soporta un ataque que lo lleva hasta las lonas sin posibilidad de resistir un nuevo asalto; sufre una embestida que lo destina a un adiós continuo, a un rechazo de un mundo roto que enfrentar en la penumbra (y en silencio), a una soledad tan inmensa que se define como cósmica, como la caída «en un gran hueco negro».

Realmente la música solo se hace presente en el pálpito del verso, en el ritmo logrado en una libertad que se desliza sin corsés métricos, con la pulcra iteración de palabras y comienzos que reaparecen como las variaciones armónicas de un mismo tema, con el golpear de los latidos de la sangre y el sonido trágico de las campanas «y los tambores de la nostalgia». La música se suspende en un hilo de luz que acompaña a todo el poemario, un fulgor excesivo que ciega o una penumbra que protege. Porque todos los elementos (el agua, el aire, el fuego) se tiñen de melancolía como si la maleza acechara cualquier atisbo de esperanza.

Por eso el poeta, que camina y vaga y permanece; que busca un contacto con su sueño, un paisaje compartido en el cruce casual e instantáneo de las «Miradas de dos viajeros», acepta el peso del silencio y termina despidiéndose y abriendo la posibilidad de un último ensayo armónico. Porque Después de la música todos esperamos siempre nuevos acordes en los que vernos reflejados, y lo más seguro es que Jesús Cárdenas nos los ofrezca en breve.

Elena Marqués

 

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