Feliz final

Aunque me habían avisado de la dureza del libro, la lectura de Feliz final ha superado mis expectativas. Tanto en lo positivo como en lo negativo. Entiéndaseme bien. No hay nada que pueda criticarle a la escritura de Isaac Rosa, de una brillantez insuperable que lo convierte en uno de los autores más sobresalientes de nuestras letras. Pero sí me ha ocurrido que, cada vez que lo retomaba, tenía que prepararme para un buen rato de sufrimiento.

El tema no es otro que el del amor roto. Un tópico literario, si se quiere, pero que en este caso abandona la mera y lastimosa exhibición de sentimientos para sacar los trapos más sucios de una relación, sostenida en ocasiones por estados de ánimo tan pedestres como el miedo a afrontar el tema económico y los daños colaterales (léase hijos, léase volver a la casa paterna por falta de medios) o por la pura inercia de no contradecir el hermoso proyecto inicial de envejecer juntos.

Esto lo hace aún más triste, pero a la vez más realista, más cotidiano, más valioso y auténtico, porque, independientemente de que los lectores hayan atravesado circunstancias parecidas, sabrán reconocerse en anécdotas y palabras que dibujan a hombres y mujeres de hoy, con sus bondades y miserias, con su terror a las enfermedades infantiles, a las traiciones, al paso del tiempo, a la soledad. Y el realismo se completa con un reparto más o menos equitativo de responsabilidades y con dos voces, una masculina y otra femenina, que realmente traducen dos psicologías (¿una masculina y otra femenina?) bien definidas y absolutamente verdaderas.

Porque es eso lo que, siguiendo la fórmula tan en auge de la autoficción, se narra en esta novela: la verdad que nunca se cuenta. No la ausencia de amor, que también (aunque se quieren, ya no se aman, repiten una y otra vez los protagonistas), sino la falta de recursos para afrontar pensiones alimenticias, las desavenencias a la hora de acordar custodias compartidas que siempre terminan siendo difíciles por muy buenos propósitos que se enarbolen. O sea, esa historia común de las familias del siglo XXI, azotadas por la crisis y por la rutina del día a día, por «neofilosofías» sobre la crianza de los niños, por culpabilidades que intentan redimirse a través del equivocado mecanismo de la compensación, por el pavor al vacío del silencio, por el horror a la precariedad, por frases tópicas con las que intentamos autoconvencernos de que estamos haciendo lo mejor. Y todo ello concentrado en apenas una decena de años y unas centenas de páginas.

Y ¿cómo aborda Isaac Rosa, en el terreno formal, esa vida de tantos? Pues a través de las dos voces enfrentadas, distinguidas tipográficamente, de la pareja protagonista. Y digo bien, «enfrentadas», nunca en diálogo, que se hace ya imposible; pues, como concluye el primer monólogo de Antonio (más bien deberíamos hablar de soliloquios encadenados, ya que ambos se dirigen a una segunda persona), «llega tarde, muy tarde». Las páginas 201-210, en columnas separadas por un canalón infranqueable, son la mejor representación de esa imposibilidad comunicativa.

Y se cuenta, además, en orden inverso, en un viaje carpentieriano hacia la semilla del día en que se conocieron; esto es, desde el epílogo de la casa vacía (que se inicia con un «nosotros») hasta un final-prólogo que no es sino un principio que se prometía esperanzador (con «y es aquí donde comienza nuestra historia» concluye/empieza el viaje), y que, al menos para mí, termina explicando muchos aspectos de una relación que cojea desde el origen, simbolizada a través de ese sofá defectuoso que se muestra, junto a otras marcas de vida (qué tristes las pormenorizadas enumeraciones iniciales de todo lo que compone, material y espiritualmente, una existencia en común), como resto de la catástrofe.

De ahí el título, en el que los términos del sintagma se invierten en un trueque que tanto significa. De ahí, también, el tono, que va cambiando desde la rabia hasta la luz, desde la queja y el reproche hasta la alegría del encuentro, desde un presente de mierda hasta un porvenir optimista que nos devuelve la esperanza de regresar al punto de partida de igual manera que Antonio, tras romper con Teresa, inicia su relación con Ángela y, tras romper con Ángela, inicia su relación con Inés en una historia sin fin que es, en definitiva, la historia del amor. O quizás tan solo lo sea del enamoramiento[1].

Elena Marqués

Isaac Rosa (Sevilla, 1974), periodista colaborador en distintos medios, se dio a conocer con la novela de humor ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007). Entre sus obras destacan El vano ayer, Premio Rómulo Gallegos 2005; El país del miedo, Premio Fundación José Manuel Lara 2008; La mano invisible (2011); y La habitación oscura (2013).


[1] Me he dejado llevar por esa palabra, «enamoramiento», entre otras cosas porque la foto de la cubierta de Feliz final me ha recordado a la del libro de Javier Marías. Igual es que Seix Barral está haciéndonos ver que poco tiene que envidiar Isaac Rosa al autor alfaguareño. O yo me he levantado estupenda cual Max Estrella, que es una posibilidad que nunca hay que descartar.

 

Feliz final

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