Paréntesis
Hoy se celebra el Día del Libro, y quizás debería hablar de ello. (Esta ventana se abrió en principio con ese fin; en sus distintas secciones se mostrarían algunas de mis publicaciones, y reseñas sobre aquellas obras que caían en mis manos, o ante mis ojos, para disfrutarlas y comentarlas). Contar que en breve aparecerá una nueva novela de una servidora, un nuevo juego, una nueva invención o todo junto. Que mañana volveremos a hablar de literatura, y pintura, y cine, y lo que se nos antoje, José
Luis Ordóñez y yo, en la inauguración de la exposición que organiza Buhaira Arte, a la que estáis todos invitados. Que el jueves me reencontraré con La Inopia y dos contertulias de excepción, Josefina Aguilar y Rosario Pérez Cabaña, quien tiene el don de la ubicuidad y presentará su Inventario en La isla de Siltolá. Que el viernes estaremos unos cuantos poetas-locos o locos-poetas (yo me he incluido, básicamente, en el apartado de los locos) en la Feria del Libro de La Rinconada recitando como empieza a ser tradición. Que el sábado recalaremos en otra isla, esta de papel, con Clara García Vela y sus Las rosas del cementerio. De todo eso debería hablar, y de la Feria del Libro que se aproxima, donde también tengo alguna que otra actividad, como acompañar a José de María Romero y a la magnífica ¿prosa? de su Calcomanías, a Reyes García-Doncel cual Ulises con alma ajena, a mí misma, que igual puedo firmar ejemplares de Año sabático si hay alguien que aún no lo tiene...
Sí, de todo eso debería hablar después de este pequeño paréntesis en que el viaje me ha hecho despegar los pies del suelo y comprobar, como hace poco escuché (y eso que yo no estaba de acuerdo), que el lenguaje no es suficiente; que es verdad que una imagen vale más que mil palabras, pero que ni por esas. No hay bastantes adjetivos para
calificar la belleza que se me ha ofrecido en estos días a través de todos los sentidos: los colores rotos de las fachadas, el palear de las góndolas por los canales vacíos, las voces en La Fenice reclamando a Dulcamara mágicos elixires, los puentes uniendo/desuniendo laberintos, el olor marítimo, el sabor del spritz en el campo de San Stefano mientras la tarde se adueña de todo, el calor húmedo que achaco a las lágrimas de quienes, como yo, se plantan ante El paraíso de Tintoretto y deciden que ya han visto lo que necesitaban ver, pero luego cambian de opinión en la Scuola Grande di San Rocco o en la iglesia de San Nicolò dei Mendicoli, una extraña joya dentro de un barrio en ruinas. O ante el suelo de la basílica de Santa María y san Donato en Murano, o frente a los mosaicos dorados de Torcello, o contemplando San Marcos desde la Punta della Dogana tras entrar en Salute y sentirte diminuto...
Porque las fachadas de las iglesias italianas parecen hechas para eso: para mostrarte tu insignificancia, para que experimentemos una necesaria cura de humildad o para soñar despierto, pues no entiendes cómo alguien de este mundo ha podido crear algo así; si no habrá seres tocados por los dioses y de ahí los retablos, y la luz, y la altura, y los brocales de los pozos, y la inclinada reverencia de los campaniles, y las cúpulas y el bordado de las ventanas y tantos y tantos detalles que te dejan boquiabierto y ojiplático y con las ganas de volver o no porque, como he dicho por ahí, ya estás seguro de haberlo visto todo, de que no es posible más belleza y que, aunque se estrellara el avión de vuelta (y juro que poco nos faltó, dadas las condiciones climatológicas), tu vida habría tenido sentido sin llegar siquiera al Día del Libro y a las citas de esta semana y a la próxima FLS. Quizás porque la felicidad está en la simple contemplación, y por no se sabe qué humana estupidez nos resistimos a abandonarnos a ella.
Elena Marqués
P.D.: Mis excusas por no asomarme a esta ventana el lunes pasado. Debía dejar cosas terminadas antes del viaje. No se repetirá.