Secreta luz

Treinta poemas. Treinta poemas bastan para comprobar que Victoria León no solo domina la poesía y conoce la tradición poética (el ritmo clásico de endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos, así como las referencias a Dante en el título de uno de los poemas, más otras alusiones grecolatinas en «Abismos» o en «Regreso», donde también se aprecian reminiscencias quevedescas, nos hacen intuir sus preferencias e influencias), sino que sabe transformar la vivencia dolorosa en llama y ceniza líricas. Así lo anuncia en «Rastro del fuego», la composición inicial, que es a la vez poética (para escribir hay que vivir, mirar y sentir, viene a exponer; y establecer distancias, como expresan los tiempos verbales), de este Secreta luz, cuyo título augura un tono intimista y sin estridencias («Nadie oye ese ruido sordo y triste», anuncia uno de los poemas). Esa luz-llama se convierte, en sus distintas formas o fases (incandescencia, cenizas…), en símbolo del amor y el desamor (en este caso, la ausencia de ella, la oscuridad y la noche, que va adquiriendo protagonismo a medida que avanza el poemario; que se convierte en refugio en «Apunte nocturno»), hilo conductor de este libro que ha sido merecidamente reconocido con el IX Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado.

En ese recorrido por el topos literario quizás más transitado, pero no por ello menos vigente y universal, se detiene la poeta en definiciones esenciales («El silencio», «Dar nombre a la tristeza»), en recuerdos de pactos rotos (ese foedus amoris que ya aparece en Ovidio), en la ausencia manifestada en sueños y sombras, en recuerdos de instantes huidos, como huido está el cuerpo del amado («Y ya no estás cuando por fin la alcanzo»), que evoca, en cierta manera, el lenguaje propio, en su lucha y su derrota, de la poesía mística (de hecho, más que la secreta luz, es la noche la que vertebra el poemario; piénsese en títulos como «En lo oscuro»). Y, sobre todo ello, en un dolor que la distancia amansa.

No faltan poemas que identifican amor y vida («Vida secreta»), ni, por supuesto, referencias a otro tema eminentemente literario y existencial: el fluir del tiempo y el miedo a la muerte («la arena del reloj / deslizándose, invicta, hacia la nada»). Tampoco, dentro de esa vaguedad espacio-temporal en que se mueve la mayoría de las composiciones, nos ahorra León referencias más concretas y cotidianas, escenas elegidas por su trascendencia y dramatismo, por su significación en el tema de la ruptura amorosa, como ese camión de mudanzas de «Nunca volvemos» que pone punto final categórico a la relación entre dos.

Formalmente, ya se ha adelantado, Victoria León emplea metros clásicos, en verso blanco, con continuos recursos de repetición (anáforas y paralelismos atraviesan la mayor parte de las composiciones; léase, por ejemplo, «Foedus amoris», o el poema del que se extrae el nombre del libro) que equilibran la construcción de los poemas convirtiendo cada uno de ellos en una cuidada obra de artesanía. A ello se une la elección de palabras de un mismo campo semántico que contribuyen a la consecución de la atmósfera, en la que predominan la soledad y la melancolía. Y, más que el dolor, el miedo, término que aparece en innumerables ocasiones como una sombra más, como la misma «niebla del recelo».

Asimismo, las enumeraciones y metáforas (un extenso catálogo de imágenes de la tristeza construye «En la secreta luz» hasta estallar en el único verbo de la composición), cuyas imágenes tienden a unir abstracciones y sensaciones a elementos del paisaje y distintos momentos del día, se encadenan salpicadas de expresiones de negación (no solo adverbios y conjunciones; también los lexemas aluden a la verdad de la carencia, al vacío del abismo) y pocos conectivos, dejando las proposiciones indefensas, abandonadas como la voz poética, si bien todas ellas conducen a un final contundente, generalmente un último verso que constituye una oración por sí misma, dolorosa y fatal como un golpe.

Resulta interesante comprobar, en este caso concreto de las estructuras sintácticas, cómo los poemas tienden a una larga oración en la que se encadenan imágenes que ocupan uno o dos versos; y cómo se acentúa esta estructura, que se convierte en reflejo de una ciega divagación, a medida que el poemario avanza; esto es, desde una mayor tendencia a la contención hasta la manifestación desordenada del sentimiento, si bien nunca fuera de los límites de la naturalidad, la sencillez y la elegancia.

También las interrogaciones repetidas acentúan el desconcertado dolor. La instancia poética intenta encontrar una razón a la ausencia deteniéndose en evocaciones (léase «Retrospectiva apócrifa») sin, por supuesto, encontrar más respuesta que el eco de su voz en el mutismo.

De ahí el recurso a encarar contrarios (el mismo título del libro parece una pura contradicción), especialmente significativo en el poema «No recuerdo», en el que contrasta la plenitud del amor con el vacío del abandono a través de los tradicionales opuestos calor/frío. Posiblemente porque, como la voz poética de «El espejo» confiesa, esta vez en un tono más duro que en otras ocasiones, en el fondo existía una incompatibilidad basada en un juego de apariencias, o en el hecho de que, por amor, uno puede convertirse en alguien que no es (léase también al respecto el poema «Ficciones»), o en mero fantasma que el tiempo, ese juez implacable que conduce al olvido, va borrando.

Esperemos que este Secreta luz no quede en el olvido, pues merece ser leído y recordado como un exacto canto al amor, la soledad y la belleza.

Elena Marqués

Victoria León (Sevilla, 1981), licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla, es escritora, traductora y crítica literaria. Colabora habitualmente en revistas como Clarín, Mercurio o Estado crítico; y es autora del libro Insomnios (Sevilla, La isla de Siltolá, 2017).

 

Secreta luz

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