Soria fría, Soria pura...
En el año 1992, en plenos fastos de la Exposición Universal de Sevilla y a pocos días de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, una compañera y yo nos fuimos de cursos de verano, primero a Santander, a aprender sobre vanguardias literarias hispanoamericanas; y luego, con accidentada parada en Burgos, a Soria, en esta ocasión «auspiciadas» por nuestro profesor de Español de América.
No voy a detenerme en aquel cuasi baño en la playa de los Bikinis porque solo fue hasta los tobillos, ni en la interminable subida de la avenida Reina Victoria con posado junto a la estatua de Gerardo Diego, ni en el viaje en autobús desde la ciudad del Cid a la «Cabeza de Estremadura» sorprendidas por las amapolas tardías de las cunetas castellanas; ni siquiera en el frío que pasamos en el hostal en pleno julio. Tampoco, aunque debiera, porque lo recuerdo como un momento felicísimo, de nuestro paseo «por donde traza el Duero / su curva de ballesta» recitando versos de aquellos dos poetas, andaluz uno y cántabro el otro, que tan bien la cantaran. Os voy a comentar más bien que de aquella hermosa ciudad me traje, aparte de tal puñado de vivencias poético-andariegas, un librito pequeño que alguien, seguramente de allá, me recomendó y que no sé por qué, quizás porque en aquellos ayeres yo leía prácticamente solo novelas, no he vuelto a abrir hasta hoy, llamada por una necesidad de relajarme y sosegarme como quien escribe sus páginas. Se trata de la obra del erudito Juan Antonio Gaya Nuño, tal vez desconocido para quien no se dedique a la Historia del Arte, a la que consagró buena parte de su hacer; y que con El santero de San Saturio nos deja sus impresiones sobre su tierra y quienes la pueblan, sus fiestas y costumbres, sus casinos y tascas.
Por supuesto no faltan referencias a esa breve primavera, «humilde, como el sueño de un bendito», descubierta, según él, más por los ojos ajenos que por los propios; a la cercana Numancia, «cebo y bocado de arqueólogos» de la que proceden «estos señores de la palabra breve y aguda». Tampoco a la importancia del escabeche en la gastronomía de la zona, que yo desconocía hasta entonces; y, en contraposición, la inexplicable escasez de figuras notables en pintura y música y poesía, aunque rememora los versos de un Virgilio (con ese nombre solo podía dedicarse a ello), precisamente apellidado Soria, que califica a su ciudad, desde el cariño del diminutivo, como «buena, pura y sencilla, / colgada junto al cielo, allá en la alta Castilla».
No sé si aún sigue la ciudad donde Cervantes tiene su Alameda como yo la recuerdo y este homenaje cuenta (el libro es del año 1953: ya ha nevado en Urbión desde entonces); pero he sentido la necesidad de volver a ella gracias a estas exquisitas páginas plagadas de humor y humanidad presididas por el nombre de su santo patrón; un noble del siglo V que decidió repartir su fortuna entre los más necesitados, convertirse en anacoreta y ser olvidado por todos menos por los sorianos mismos.
Y si esta entrada de hoy en mi ventana sirve para que alguien más se interese por este hermoso libro de difícil clasificación genérica pero de fácil y amenísima lectura, me doy por satisfecha. Y, por supuesto, si animo a los más viajeros a subir «al Espino, / al alto Espino donde está su tierra» y a hacer un alto ante el olmo seco universal y mágico, les agradecería me lo dijeran, por si pudiera acompañarlos. Aunque por ahora tendré que conformarme con imaginar «la mole del Moncayo blanca y rosa», rememorar los arcos enlazados de San Juan y recorrer con la memoria el camino en la ribera a San Saturio diciendo, como entonces,
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!
Elena Marqués