Todo lo que crece. Naturaleza y escritura

No recuerdo cuándo, ni dónde, aunque sospecho que fue en una de esas entradas facebookianas con las que de vez en cuando me entretengo, leí un acertado comentario sobre el arte de escribir contracubiertas y solapas, entendiendo en este caso el término «arte» en la cuarta acepción del diccionario, como ‘maña’ o ‘astucia’. Yo lo relacioné entonces con ese oficio más publicitario que otra cosa que a veces pone el punto de mira donde no es en la seguridad de que así captará más lectores, y, por consiguiente, obtendrá más ventas, más beneficios. Compruebo una y otra vez que así se redactan en muchas ocasiones los textos que abren-cierran los libros. Que reúnen un cúmulo de tópicos y frases huecas que nada o poco tienen que ver con lo que encontraremos en su interior. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, en esta obra de difícil clasificación que es Todo lo que crece, de la escritora argentina «trasplantada» a nuestro país Clara Obligado, ese párrafo informativo me resulta acertadísimo, un hermoso y atinado paratexto introductorio que nos abre las puertas a ese jardín del Edén real y simbólico que es el paraíso de la infancia, el eterno recordar la semilla de la que venimos, el añorante deseo que nos acompaña desde el nacimiento hasta dónde.

También se me vienen a la cabeza las palabras de mi primera profesora en un taller de poesía, Sara Castelar, poeta ella misma de extraordinaria lucidez y casi mejor memoria (nota: nos dejaba boquiabiertos recitando poemas que de repente recordaba porque un mal verso nuestro se lo traía a la cabeza), que nos decía siempre que la poesía era una forma distinta de mirar, inocente y novísima. Y que uno era poeta solo mirando, sin necesidad de escribir, como un Pepín Bello de la vida. Por eso no solo no me sorprende, sino que me agrada que de esta forma empiece el libro que trato de reseñar en estas líneas: «Veo como los niños ven: inaugurando».

Por último (de verdad que ahora empiezo a comentarlo), me he acordado del famoso dicho, que a mí, personalmente, no me gusta demasiado, de «en la vida hay que hacer tres cosas: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro». No voy a exponer aquí mis razones de por qué me repatea el refranillo porque no viene a cuento. Lo que sí está claro es que quienes tratamos de escribir consideramos a nuestros textos como a nuestros hijos, que hablamos de su gestación y parto con naturalidad, que nos duelen sus errores y nos alegramos de sus pocos éxitos. Quizás la metáfora botánica la empleemos menos, pero también hablamos de la tarea de la escritura como algo parecido a plantar una semilla, abonarla, regarla, resguardarla del frío y del calor con paciencia infinita, podarla, desbrozarla para eliminar las superfluas malas hierbas, hasta que, voilà!, nace nuestro árbol-libro. Como ese malvón/geranio inicial que une los dos hemisferios, «Sur» y «Norte», que componen esta pequeña joya publicada, con el acierto de siempre, por la editorial Páginas de Espuma.

Y ¿qué puedo decir de él sin estropearlo? Que es un ensayo con tintes poéticos y autobiográficos que no solo te hace mirar, sino sentir, y que invita a escarbar en nuestros orígenes antes de la mera palabra, esa que precisamente servirá a la autora de alimento y sustento como profesora de talleres de escritura. Palabras que brotan al albur, bajo el sol clavado «en un cielo inofensivo», libres, agrupándose en pequeños fragmentos que llegan como los recuerdos: en relativo desorden. Palabras que intentan, y logran, un acercamiento a la naturaleza, a la grandeza cósmica, al balbuceo primigenio, al deseo de nombrar (de ahí el estilo nominal, la proliferación de sustantivos y adjetivos, frente a los verbos, más escasos, pues la acción carece de importancia), para crear y entender («¿Lo que no tiene nombre no existe?»), que tanto me recuerda a una argentina a la que idolatro, Olga Orozco, y a otra sevillana de adopción a la que adoro, Miriam Palma, autora del delicioso poemario Desnombramientos que no me cansaré de recomendar. Palabras que se enredan con el paisaje («Naturaleza y escritura» se subtitula el libro), con la extensión infinita de la pampa, que, en el caso de la autora, se corresponde con un verano perpetuo, con una alegría onírica. De hecho, «Siempre es verano en los recuerdos». Y yo, que hace poco he perdido a alguien muy querido, me doy cuenta de que tiene razón, que los recuerdos saben a sol y a viento de levante.

No estoy muy segura de que sea alegría lo que me transmita este libro, aunque sí que observo que se detiene mucho más en los momentos placenteros que en las tristezas; que, conociendo algunos acontecimientos que rodean la vida de la autora, deben ser un buen puñado. De hecho, especialmente el principio de la segunda parte, la titulada «Norte», se tiñe de una nostalgia algo más dolorosa al hablar, también poéticamente, de las dificultades de adaptarse a una nueva realidad («Se tarda mucho en comprender nuevos espacios, años en dejar de cotejar»; «Cuánto se tarda en amar las diferencias»). A mí, sobre todo, me abre las puertas a una sosegada y consciente comunión con el entorno y a una gran paz interior. A preguntarme sobre mi Arcadia añorada, con serpiente incluida, y aceptar también las trampas de esta última. A saberme minúscula, simple, prescindible en medio de este mundo que lleva girando millones de años, pero no por ello inútil ni desgraciada. A disfrutar a través de todos los sentidos. A sumergirme en esos pequeños cuadros trazados por una verdadera artista plástica que tan pronto escribe como pinta en gozosas sinestesias impresionistas entre «el grito plateado de los teros».

Por supuesto, una parte que a los aspirantes a escritor les suele atraer mucho, y yo no escapo a la norma, son todas las reflexiones sobre la creación en sí. Sobre la mentirosa recuperación de los recuerdos y su invención, sobre la fecundidad del dolor como materia literaria («¿Por qué la literatura prestigia la muerte antes que la vida? ¿Por qué se consideran heroicas las batallas y no los partos?»), sobre lo inaprensible de nuestra búsqueda perpetua («Viajábamos buscando algo, una “la realidad” que se encontraba siempre un poco más lejos»).

De la lectura de Todo lo que crece me han quedado unas ganas tremendas de seguir descubriendo textos semejantes; de, como se dice al principio, «leer la naturaleza como si fuera un libro» o «leer el mundo con los pies» (sí, viajar es el segundo gran placer que de tanto en tanto me permito), en la certeza de que ella, la Naturaleza, debería ser la medida de todas las cosas, pues, al fin y al cabo, nos sobrevivirá (ese verso juanramoniano que tanto me emociona, «Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando»). Y me arranca también el firme compromiso, a pesar de los tiempos que estamos viviendo y los que posiblemente se avecinan, de esforzarme en «habitar ese gran error que es la esperanza».

Elena Marqués

Clara Obligado (Buenos Aires, 1950) es licenciada en Literatura y ha dirigido los primeros talleres de Escritura Creativa que se organizaron en España. En 1996 recibió el premio Femenino Lumen por La hija de Marx y en 2015 el Juan March Cencillo por Petrarca para viajeros. Ha publicado las antologías Por favor, sea breve 1 2 y los volúmenes de cuentos Las otras vidasEl libro de los viajes equivocados (Premio Setenil 2012), La muerte juega a los dados y La biblioteca de agua. Entre sus ensayos destaca Una casa lejos de casa. La escritura extranjera. 

 

 

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