Las voladoras

Conocí a Mónica Ojeda a través de Mandíbula. Y, si bien ya entonces me pareció una solvente novelista, como cuentista me parece algo extraordinario.

Ubicada, según ella misma se define, en la línea investigadora del gótico andino, Ojeda nos regala en Las voladoras ocho relatos atravesados por la violencia explícita y la inquietud del miedo, por seres sobrenaturales y míticos junto a mujeres de carne y hueso que estudian el sonido del dolor y el verdadero fondo de las cosas porque «no les interesaba lo inusual, sino lo extremo». De hecho, acabada la lectura, una no puede sino sentir que algo real y misterioso nos acecha; que las umas preparan su aparición nocturna; que el verbo, como en el relato bíblico, puede hacerse carne y revivir a una hija muerta.

Porque el mito, en este caso el que el entorno que brinda la naturaleza desmedida de Sudamérica produce como explicación humana a lo inefable, como improbable ordenación del caos, recorre todo este libro, incluso como colofón a un relato que empieza con algo mucho más pedestre y palpable, la decapitación de una adolescente a manos de su padre, y termina en una extraña ceremonia nocturna entre cefalóforos.

Y, junto al mito, o así lo percibo yo, pues cada lectura da cuenta de las muchas capas, de la plurisignificación de estos cuentos, de su carácter simbólico y trascendente, el peso de la locura, o al menos el desconcertante desequilibrio que causa lo ininteligible, pues cómo puede calificarse a esa hija guardando la dentadura del padre en «Caninos» y todo el relato anterior sobre las relaciones de sus progenitores en su borrachera y su sexualidad roja, esa animalidad sin nombres (los personajes aquí aparecen como Hija, Mami, Papi, Naña) en que se desenvuelven los protagonistas. Y es que a la escritora ecuatoriana le gusta observar, reproducir y poner calificativos a interacciones conflictivas en que víctimas y victimarios se confunden en una misma llaga común y colectiva.

Y todo ello lo hace Ojeda bajo una fórmula poética, más que libre, descontrolada, arrebatada, sugerente, fascinante, de una extraña e insoportable belleza, en una expresión que es pura emoción y puro ritmo. Su estudio real del lenguaje, su deseo de llevarlo a designar lo que no tiene nombre[1], la conduce al descubrimiento de la frase ritual, a la repetición del conjuro («Esta escritura es un conjuro», dice más de una vez en el cuento que cierra el libro) en palabras obsesivas y en múltiples paralelismos. Como aquellos asaltos cromáticos y verbales, paradójicos y sinestésicos, que nos hacen oscilar desde «el rojo oxidado de la coagulación de la tierra» al «amarillo enfermo. Amarillo verdoso. Amarillo pus» del cuento titulado «Terremoto». Esa floración de sangre y humores consigue que olamos y sintamos en piel propia el dolor de los cuerpos ajenos, de una manera directa, cruda y sin tapujos.

Y es ese contraste de mostrar, sin el límite de la elegancia y la corrección literarias, el miedo y la experimentación del daño, esa brutal corporeidad herida, lo que fascina, lo que hace al lector seguir avanzando, medio sonámbulo, medio temeroso, entre el horror de las aborteras en el bosque o las gemelas complementarias hasta ese padre creador-recreador fracasado y erróneo, único protagonista masculino en un libro eminentemente femíneo, de «El mundo de arriba y el mundo de abajo» en su viacrucis ascensional por la montaña. La misma montaña que en un grupo de amigas produce soroche y visiones (aunque ¿no es ese soroche el que provoca la verdadera lucidez?), pues la naturaleza, el telurismo al fin, ese otro personaje protagónico en los cuentos de Ojeda, se erige como ente poderoso y con voluntad propia y superior a la del hombre, incapaz de recrear nada por el poder genesíaco de la palabra, de unir ambos mundos, el de arriba y el de abajo. Seguramente porque la vida humana no es (aprovecho una frase de la autora) sino «una semilla de árbol destinada a la sed».

Me gustaría terminar esta reseña con unas palabras de Ojeda que ya compartí hace unos días, pero que me parecen hermosísimas y acertadas porque en ella, más que nada, se hacen realidad:

«Solo hay una verdad manando de las grietas: escribir es estar cerca de Dios, pero también de lo que se hunde».

Nadie como Mónica Ojeda para unir extremos tan contrarios a través de la belleza del lenguaje.

Elena Marqués

Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988), master en Creación Literaria y en Teoría y Crítica de la Cultura, da clases de Literatura en la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Con su primera novela, La desfiguración Silva, obtuvo el Premio Alba Narrativa 2014; y con su primer libro de poesía, El ciclo de las piedras, el Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015. Forma parte de la prestigiosa lista de Bogotá 39-2017, que recoge a los 39 escritores latinoamericanos menores de cuarenta años con más talento y proyección de la década. Es autora también de las novelas Nefando (Candaya, 2016) y Mandíbula (Candaya, 2018).

 

 



[1]  La violencia y el daño extremos, el grito, en palabras de la autora, no cuentan con una expresión propia, y es función de la literatura enfrentarnos a ese abismo.

 

Las voladoras

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