A don Antonio
«Hoy la tierra y los cielos me sonríen...
Así comienza la rima XVII de Bécquer, del que hace unos días celebramos con distintos actos su nacimiento. Yo misma, en mi modestia, participé en el VII Nocturno Poético de Bormujos, donde se recordó también la figura de La Avellaneda a través de sus versos y las voces de sus mayores defensores: Rosa María Barja, Pedro Bau y Dolors Alberola en representación de la asociación cultural y literaria dedicada a esta cubana (y española) universal.
Es Sevilla rica en poetas. Quizás porque su río, sus fuentes, sus plazas, sus palacios, el faro de la Giralda, la sombra del naranjo. Quizás porque la primavera y la lluvia. Porque el cielo en su grito despejado de nubes. Por la desolación de la quimera.
Hoy hace 77 años que nos dejó un sevillano universal. Tuvo la desgracia, por motivos que todos conocemos, de dar con sus huesos en tierra extranjera, donde aún reposa con los restos de su madre. Por mi parte, quizás haga diez años que fui a visitarlo, y aún recuerdo la emoción al ver su nombre rodeado de flores y poemas. Allí había también un buen puñado de españoles rindiéndole homenaje permanente. Imagino que su tumba nunca estará sola; que, en un largo peregrinar, se irán acercando hasta Collioure quienes disfrutaron en algún momento de un «huerto claro donde madura el limonero» y ese olor de azahar los conduce hasta él, al hombre bueno que recorrió los campos de Castilla, que se asomó al Duero en Soria y lo dibujó en pareados exquisitos; que dio clases en la ciudad del Acueducto y paseó por la arboleda del Parral («En Segovia, una tarde de paseo, por la Alameda que el Eresma baña / para leer mi Biblia / eché mano al estuche de mis gafas / en busca de este andamio de los ojos / mi volcado balcón de la mirada»); que caminó los caminos, que los hizo al andar; que cantó a la rudeza del campo amarillento, a las vastas encinas, a las hayas de leyenda, a los «grises olivares, / por los alegres campos de Baeza». A su esposa Leonor, en El Espino, olmo seco a la espera de un milagro cercano a San Saturio.
Sí, recuerdo aquella visita como si fuera ayer. Mi hija mayor (tenía entonces ¿nueve años?) sabía de memoria algunos de sus poemas y se lanzó a recitarlos como si fuera lo más normal del mundo. «Anoche cuando dormía / soñé, ¡bendita ilusión!, /que una fontana fluía / dentro de mi corazón».
Y es evidente que otras cosas fluyeron, lágrimas y versos y recuerdos; entre otros, de un paseo con una amiga (saludo a Macarena Espinosa, que igual me estará leyendo) junto al Duero, recitando «¡Colinas plateadas, / grises alcores, cárdenas roquedas / por donde traza el Duero / su curva de ballesta / en torno a Soria...» y pasándonos a rendir un homenaje a «¡El olmo centenario en la colina / que lame el Duero! Un musgo amarillento / le mancha la corteza blanquecina /al tronco carcomido y polvoriento». Creo que aquella ciudad junto a Numancia nos enamoró a ambas, que entramos con reverencia en Nuestra Señora de La Mayor donde don Antonio y Leonor contrajeron matrimonio, que acariciamos el busto del poeta junto al instituto que lleva su nombre, que pateamos La Corredera imaginándonos en otros tiempos, azotadas por el frío (que incluso en julio lo hacía a veces) que baja del Moncayo blanco y rosa.
Quizás al escribir estas líneas me haya reafirmado en que fue don Antonio quien, no sé si por compartir paisajes o formas de ser, me acompañó en mi infancia, me condujo a la Universidad («El hospicio» se coló en mi examen de acceso, y eso hizo que no me pareciera un examen), me abrió las puertas a la Poesía y a muchas verdades tristes, como la de esa «España que alborea / con un hacha en la mano vengadora, / España de la rabia y de la idea» que, desgraciadamente, aún podemos reconocer.
Aun así, y afirmando de nuevo, con Bécquer, que «Hoy la tierra y los cielos me sonríen», pues ha caído el aniversario de don Antonio en lunes y eso me ha permitido celebrarlo desde mi ventana, prefiero recordarlo en su figura seria y entrañable, en su sencillez que lo llevó a enunciar, en boca de Juan de Mairena, algunas enseñanzas como estas que siguen, que dedico a todos los poetas del mundo con todo el cariño de alguien que lo intenta:
«—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: "Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa".
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: "Lo que pasa en la calle"».
Pues eso. O, para terminar de un modo cervantino (que también de don Miguel hay mucho que celebrar), «Vale».
Elena Marqués