1922
Parece que hace una eternidad cuando, en el cinquagésimo primer encuentro de la Tertulia Gastro-literaria El Caldero, tuvimos la suerte de conocer a Isaac Páez a través de su novela Nowhere man (Ediciones En Huida, 2017), con la que, por cierto, fue finalista en 2014 del prestigioso Premio Nadal.
Aquella noche, además de disfrutar de un agradable coloquio sobre el estático viaje de Fernando Bautista a su propia noche celiniana, el autor nos regaló un pequeño libro de poemas con el que había obtenido, también en 2014, el VIII Premio de Poesía Antonio Gala, convocado por el Ayuntamiento de Alhaurín el Grande. Por una cosa o por otra, hasta hace poco no degusté los versos de este 1922 del que me gustaría hablaros hoy, pues, aunque sea con retraso, la buena poesía no pasa de moda y llega dispuesta a perdurar, aunque sean pocos sus lectores (y, añado, muchos los malos cultivadores).
Nos encontramos con una voz poética firme, madura, conocedora de la tradición, capaz de asumir cualquier reto, cualquier fórmula, simplemente porque domina los mecanismos de la versificación de igual manera que tiene los ojos abiertos a la realidad que nos rodea y al hombre de hoy, con su paisaje urbano de cajones de medicamentos, setos de plástico y «gasolineras que brillan / como un oasis en medio de la noche».
En sus seis secciones, «El ave de las sombras», «Fragmentos del barro», «El pozo», «La señorita Dent», «Los consejos del padre» y «Visiones bajo la tierra estéril», que se conjugan sabiamente para ofrecer, a través de elementos autorreferenciales y metaliterarios, un sólido conjunto bien tejido que conducen a la plegaria final, alternan poemas extensos con otros más breves con un ritmo fluido, imágenes impactantes y modernas que nos explican que «la vida es como un culturista / que solo dura el tiempo que se exhibe».
Para ello, se vale en ocasiones de la creación de escenas, de elementos narrativos que acercan una historia al lector (léase el poema que se inicia con el verso «Hay un muro de Berlín por cada urbanización»), a lo que contribuyen las continuas llamadas de atención a una segunda persona («Has dejado las espigas…», «Has mirado la luz», «Escondeos»…) y el tratamiento de temas que nos atañen, como la angustia, la soledad, la muerte, lo absurdo de la existencia, la amenaza constante de la vida o la falsedad.
Son numerosas las referencias literarias que dejan entrever las lecturas y preferencias de este joven escritor. Además de citar a Shakespeare a través de uno de sus dramas más conocidos, y a Baudelaire con su famosa invocación al «hypocrite lecteur, —mon semblable—, mon frère»; de rememorar a Carver y su cuento «El tren» por medio de esa señorita Dent mediterránea y ancestral; de llorar a John Keats y recordar el nacimiento de Roma sobre la sangre del Capitolio; de versionar los versos de Machado de Proverbios y cantares «El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve» («pero sé que viviré mientras los observe / y que yo les doy la vida porque los estoy mirando», en glosa de Isaac Páez), no puede pasar inadvertido el mismo título de la obra. Este queda desvelado en el poema que conforma «Los consejos del padre» al recordar tres libros editados ese año de 1922: Trilce, de César Vallejo, símbolo de la vanguardia, la libertad y el juego lingüístico (la misma palabra «Trilce» es una composición de dos antagónicas, «triste» y «dulce», lo que anuncia de algún modo el contenido vital de ese libro escrito en la cárcel); el Ulysses de Joyce, cuya trascendencia en la innovación formal nadie pone en duda y conduce a la Ítaca eterna a la que, como diría Kavafis, nadie puede volver (en este caso, dice Páez, «regresar es solo un oficio de dioses y filósofos»); y La tierra baldía, de T. S. Eliot, al que rinde un particular homenaje en el cierre del libro, titulado precisamente «Visiones bajo la tierra estéril» y que nos deja la sensación amarga de la desolación confirmada en el espejeante (los espejos, su condición engañosa, son también importantes en el libro) «amén» del final, que, a la vez que corrobora la verdad del vacío, nos sumerge en el sepulcro de ese mundo cuyo corazón escuchara el yo poético palpitar en la sección I.
Porque no hay que negar tampoco la presencia de los elementos como fuerzas telúricas, desde el aire de la respiración y el silencio de las sombras clamando en la noche, pasando por el «puñado de polvo» cainita de Rómulo, el barro y el agua del pozo de las secciones II y III, el mar, siempre el Mediterráneo, en el que se reflejan los mitos y epopeyas clásicos, hasta el fuego de Heráclito y de Prometeo.
En definitiva, 1922 es un canto a la materialidad del hombre, a su frágil construcción sobre el fango de la duda (vuélvase a la dedicatoria del libro y se entenderá sobre qué se levanta el poeta), a su tensión en la espera («todo parece a punto de estallar / como en un cuento de Carver», nos recuerda), al debate entre los manes y el Dios cristiano al que parece rezar en un padrenuestro sin esperanza en el que se concluye (de nuevo asoma Céline en los lares de Páez) que «la muerte es siempre a crédito» o, simplemente, y otra vez recordando a Vallejo, que seguimos aquí, en este mundo, con nuestra «extraña manera de estar muertos».
Elena Marqués
Isaac Páez Catalán (Sevilla, 1984) es licenciado en Historia y profesor de enseñanza secundaria. Ha publicado hasta la fecha los poemarios Entre la oscuridad y la química, Contrato a tiempo perdido (XV Premio de poesía Universidad de Sevilla), Harmon Avenue (Ed. Cartonera & Digital), Hijos del euríbor (Ediciones en Huida) y 1922 (Premio de Poesía Antonio Gala). En 2009 fue finalista del premio Adonáis. En narrativa resultó ganador del Premio Andalucía Joven de Narrativa 2012 por la novela Disparos al aire (Berenice editorial) y en enero del 2014 fue finalista de la LXX edición del Premio Nadal con Nowhere man.