Ai(m)ée

Tras la imagen del mudo grito que preside la cubierta del libro, diseñada por el mismo Florencio Luque quién sabe si para retratar a la protagonista de este poemario, se reproduce el quejido en sí de la voz poética: un soliloquio ante el oído del psicoanalista en que el lector quisiera convertirse. Porque en esas alusiones a la segunda persona bien podemos sentirnos convocados a escucharla, aunque, en otro orden de cosas, sirven también para establecer un diálogo real con el tú, al que invoca y urge, y para resaltar la oposición del yo frente al resto, frente a «la viscosidad de los imbéciles aferrados a la realidad del mundo y sus espejismos de felicidad», así como para recordar la fragmentación de la mente de Aimée en la locura.

Será, pues, a través de un continuo monólogo dramático como se nos dará a conocer a fondo la profundidad del dolor y el sufrimiento de la enajenación; temas centrales de este poemario y a los que la voz poética ilumina y ensalza («el fondo luminoso de mi llaga») como si ese sufrimiento fuera la única vía hacia el conocimiento y el encuentro, lo que nos recuerda a ciertos aspectos de la poesía ascética, de igual modo que la lucha con el lenguaje, de la que se hablará a continuación, apunta al procedimiento comunicativo de los místicos.

Dividido en tres partes, «Animal insomne», «La soledad del vigía» y «Umbral de nada», cada una de las cuales se inicia con un poema titulado «Sesión variable» que nos introduce en el ambiente confesional y, en teoría, terapéutico (como se lee en el prefacio, la protagonista de este dolor versificado es una paciente del psicoanalista Lacan), Aimée, «ávida de lo que centellea en lo invisible», se erige en ejemplo del deseo de encontrar, como Juan Ramón, la palabra exacta (léase el poema XXII de «La soledad del vigía») y recuperar, con ella, la memoria del no-tiempo. Aimée se debate en el ansia por significar, por articular, por «otorgar sentido a lo que solo es caos»; por explicar sentimientos y sensaciones a través de los que transitan la ambigüedad y la contradicción; por fijar de algún modo los matices inconmensurables del sufrimiento humano, los límites en que se debate una mente débil e inestable capaz de odiar y de cometer un crimen. Y todo ello sin abandonar los ingredientes de la rabia, la desesperación y la angustia, que jalonan todo el poemario.

De ahí que las fórmulas expresivas empleadas por el autor se debatan entre la interrogación retórica, la exclamación desesperada, la repetición desasosegante de términos, la enumeración, la gradación y los paralelismos en amplios versículos obsesivos como salmodias o plegarias sordas que en ocasiones adoptan la forma de un fragmento en prosa (si bien en la última sección, «Umbral de nada», más bien se deshace en términos sueltos y balbuceantes ocupando un solo verso o descomponiéndose en una cascada de sílabas), la escasez de puntuación, de signos conectivos (hay más yuxtaposición de oraciones que elaboración sintáctica; así se refleja el estado de ánimo de una mente desordenada y confusa) e incluso de títulos (los poemas se suceden bajo el frontispicio de un número). Son frecuentes también, como no podía ser de otra manera, el empleo del oxímoron y la paradoja («el oscuro don de la esperanza»), y una imaginería donde los peces, los pájaros y las hojas caídas de los árboles apuntan a la placidez de la inconsciencia (con los versos «Festeja mirlo tu leve existencia / esparce música / tú / que ignoras la muerte» concluye precisamente el poemario).

Por otra parte, el abismo, el vacío, lo impalpable y lo tormentoso (fenómenos meteorológicos y fuerzas de la naturaleza le sirven como espejo en el que reflejar los tormentos interiores) se levantan como único paisaje transitable, como paraíso de la soledad en el que desprenderse de la condena de ser, donde sumergirse en el inicio («De / hondo / origen / a / hondo / e / x / i / l / i / o», dice el poema XV de «Umbral de nada»), donde escapar del hombre y del destierro que es la vida, donde olvidar la caída del nacimiento (léase, por ejemplo, el poema VI de «Animal insomne»), lo que nos recuerda, de algún modo, a la Olga Orozco obsesionada por recuperar la unidad perdida, por bendecirse en la muerte. Y también por encontrar en la infancia, en «la eternidad de la niñez», los únicos restos de la felicidad edénica.

Porque el concepto de la realidad que vierte la voz poética no puede ser más pernicioso (esa «embrutecedora esclavitud de lo que llamáis mundo»), no solo por doloroso, sino por mendaz e incomprensible, por ser solo sombras, máscaras, disfraz, impostura (léase el poema XVI de «Animal insomne»). La voz de Aimée, de Marguerite Anzieu, se esfuerza en tomar el fruto de la revelación (una imagen, la del fruto, recurrente) e intentar distinguir el engaño de la materia de la verdad de lo trascendente. Y de ese choque, de ese contraste, de esa pugna de contrarios, emana una angustia que tiende las manos (un término también muy repetido) sin encontrar consuelo. Ni siquiera «en la soledad del poema». Así se suceden adjetivos de matices negativos (convulsa, roto, ahogada, desconsoladas, falso) y se repiten determinados términos (sed, deseo) connotativos de faltas y espejismos, verbos violentos (arañar). Solo el silencio y la noche, a la que invoca («Abrázame noche, / alimenta este hondo mar de silencio»), la noche hecha para el sueño, para la realidad subconsciente que prefiere sobre todas las cosas («Quien ignora los sueños / odia la vida», concluye en el poema VII de «La soledad del vigía»), configuran la paz y la verdad.

Poco más me queda que añadir, salvo recomendar la lectura pausada de este libro doloroso, y, a su vez, luminoso, con que Florencio Luque nos regala.

Elena Marqués

Florencio Luque (Marchena, 1955), licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla, profesor hasta hace escasos años, es autor del poemario Lo que el tiempo nombra (Ediciones En Huida, 2014), el libro de aforismos El gato y la madeja (Karima Editora, 2018), y ha aparecido en diversas revistas y antologías, como en la reciente El cántaro y la fuente. Aforistas españoles para el siglo XXI.

 

Ai(m)ée

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