"Al final del miedo", de Cecilia Eudave, o cómo sortear el vacío
Hace poco, en una charla con cuentistas de la talla de Andrés Neuman, Antonio Ortuño, Eloy Tizón y José Ovejero, alguno de los asistentes se interesó por la fórmula para trabajar un libro de relatos, si estos podían ser independientes o era recomendable (aunque nunca hay reglas, eso está claro) encontrarles un hilo conductor para presentarlos como un todo coherente. No recuerdo ahora mismo qué contestó cada cual; pero justo acababa de leer Al final del miedo, de la mexicana Cecilia Eudave, a la que escuché en una charla posterior, y se me hizo necesario indagar en los elementos comunes que estructuran sus textos más allá de esos agujeros simbólicos que aparecen a lo largo de las ocho narraciones, más allá de la turbación o el desconcierto que consiguen sembrar en nosotros. Quizás algo predispuestos, todo hay que decirlo, por lo rotundo del título.
Desde luego, nada mejor para significar la angustia, la inquietud, el hastío de la costumbre, la duda, el vacío, el no sé qué, los desastres personales, la tristeza, las crisis que uno atraviesa por falta, sobre todo, de comunicación, y por sentirse dividido hasta el punto de no (re)conocerse (léase al respecto La verdad verdadera; léase Hotel, con esos gemelos ambiguos y tan frágiles), que esos socavones oscuros, esos huecos amenazadores cuyo origen resulta misterioso y que terminan por tragarse todo: la memoria, el amor, la felicidad, las relaciones de pareja, la confianza en uno mismo, asuntos que nos conciernen y sobre los que giran estos cuentos y que, en efecto, constituyen esa línea que guía al lector por la psique humana y sus pequeños desvaríos. Problemas que nos son comunes y conocidos, que nos atañen e interesan, que se convierten en universales independientemente del tratamiento (realista, fantástico, poético, como parte del género ¿menor? de la ciencia ficción…) que el escritor o escritora de turno prefiera adoptar.
He hablado de esos agujeros (exteriores, pero sobre todo internos) que aparecen en todos los relatos y que los personajes deben sortear, afrontar como algo propio en sus existencias, que, por inesperados y desconocidos, resultan más amenazadores[1]; pero también la repetición de dichos personajes en distintas historias redondean el texto hasta hacerlo un círculo cerrado, un universo creíble en que las cosas suceden de una forma inesperada, extraña, inexplicable, aunque siempre asumidas con naturalidad. (La normalidad de hechos anormales es una característica propia de Eudave). El Jorge de «7 minutos» se sobresalta un poco con la visión de una mujer diminuta asomando por su salvapantallas, pero enseguida decide buscarla, y de esa imagen virtual que debería permanecer inmóvil (es algo connatural al concepto fotografía, ¿no?) salta a la realidad, al lugar donde la tomó, para quién sabe si solventar «un deseo no resuelto anclado en su cabeza» y encontrarse, por el contrario (y de nuevo), con su ausencia tangible. La Isabel de «Sereno olvido», un título con múltiples interpretaciones, asume con extraordinario aplomo su amnesia «al saberse dueña de sí misma». También acepta la fuerza del azar, que tanto juego da siempre en el relato de una existencia. Especialmente en esas vidas anodinas que algún que otro personaje intenta cambiar comprando, en una tienda extravagante e irreal («Cazando un día de campo»), una historia que lo haga interesante a los ojos ajenos o huyendo por una carretera con un bulto recién atropellado.
Por otra parte, es destacable el continuo juego simbólico (ese cuadro dentro de un cuadro…) y metaliterario en el que se enfrasca la autora y con el que nos invita a participar de lleno en la realidad del mundo de ficción. Un mundo con sus propios referentes que, al reverberar en estos ecos, se nos vuelve más cierto (quizás porque la literatura nos suele gustar más que la existencia, así como en esos «sombreros con plumas falsas, digamos apócrifas, algunas son hasta más lindas que las verdaderas»), desde la imagen fantasmagórica de Raquel, con reminiscencias de la Aura de Carlos Fuentes, o la Olga penelopescamente tejedora, pasando por el uso del color amarillo para indicarnos la senda de los viajes alucinados por una especie de inframundo de las drogas y el alcohol y la sangre. O el renqueo del dueño de la tienda de antigüedades, un Ahab trasplantado a tierra firme que trata con Ismael («Llámame Ismael», dice en un momento dado, reproduciendo así la frase inicial de Moby Dick) en busca de algo que contar, de la misma manera que Jacob y Emma indagan, en el misterioso El sepulcro de Selene (ese es el nombre del local; el del cuento es «Deja que sangre», título que bien podía servir para algún descalabrado anterior), el modo definitivo de aplacar la sed vital que los (nos) abrasa.
El libro termina con un mayor protagonismo de esos agujeros de origen natural, o extraterrestre, o vaya usted a saber, la cosa importa poco, en el cuento que da título al conjunto. Y aunque en algún momento he recordado, en ese gesto de lanzarse al vacío para acabar con la amenaza, algunas frases del relato de Dina Wannous Los que tienen miedo, que me atreví a reseñar no hace mucho en la consulta del Doctor Goodfellow, en esa sonrisa final de María, después de tanto desencuentro, se deja abierta la puerta a la esperanza de algún final feliz. O, en mi ingenua simpleza, eso quiero pensar: que casi todo tiene arreglo cuando se entabla el diálogo.
Elena Marqués
Cecilia Eudave (Guadalajara, 1968) es escritora, investigadora y profesora. Entre sus libros destacan los volúmenes de cuentos Registro de imposibles, Sirenas de mercurio, Técnicamente humanos y otras historias extraviadas, En primera persona y Para viajeros improbables (microrrelatos). Con Bestiaria vida ganó el premio de novela Juan García Ponce. Ha sido traducida al japonés, al chino, al coreano, al italiano, al checo, al portugués y al inglés.
[1] «—Hay otro tipo de violencia, más hostil. Yo temo a la que no se conoce, a la que no se muestra, la que irrumpe de pronto, esa que está ahí respirándonos detrás de la nuca», dice el personaje femenino de La verdad verdadera.