Ay
A quienes aseguran que las casualidades no existen (vade retro, Paul Auster), me gustaría exponerles mi tarde de ayer para desmentirlos, pues, justo después de una intensa jornada de tonto teletrabajo (estoy ahora en una tarea que ni siquiera sé si llegará a alguna parte) y de confirmar en las noticias un nuevo brote de estatuofobia-negación-de-la-historia-ignorancia-y-un-largo-etcétera que nos sacude de tiempo en tiempo, y que en esta ocasión centra sus iras en la figura del Almirante, se me ha antojado releer un pequeño cuadernillo que nos regaló el escritor ubetense Salvador Compán un día de tertulia. Se trata de El hombre que se rio una vez, publicado en 2016 por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Baeza con motivo de un encuentro literario promovido por el Centro Andaluz de las Letras. En él se recoge, además de un cuento tan breve como hermoso, poético y evocador, sobre el deseo de recuperar, de imaginar, desde el exilio del sueño, la tierra que lo vio nacer, cuyo poder, el de la tierra, se refleja precisamente en el mítico personaje que da nombre al texto[1], un capítulo del ensayo Jaén, la frontera insomne (Fundación José Manuel Lara, 2007) centrado en el escritor Antonio Machado, en su transformación desde el poeta triste y melancólico ensimismado en el dolor por la muerte de su esposa al hombre comprometido con su tiempo y su realidad gracias al encuentro con ellos en la encrucijada de Jaén.
De ahí que Compán haya escogido ese cuento, incluido en el volumen Cuídate de los poemas de amor (Almuzara, 2007), un libro de relatos que gira en torno al deseo y su poder de metamorfosis, como prólogo de este paseo con el sevillano por ese paisaje de olivos y esa ciudad amurallada y cerrada sobre sí misma que tan bien ejemplifica (y ahí viene la referencia a la casualidad) algunas mentes y reacciones de hoy.
Porque El hombre que se rio una vez empieza narrando un deseo, que no pudo cumplirse hasta muchos años después, de rendir homenaje al poeta con la colocación precisamente de una estatua; una iniciativa en la que participaron, entre otros, Agustín García Clavo, Gabriel Celaya y Alfonso Sastre; que fletó autobuses para que los estudiantes pudieran acudir (Terenci Moix fue uno de ellos); y que topó con un bando municipal y una unidad de Policía que negaba el paso a aquella caterva de rojos que venían a soliviantar a una ciudad pacífica y adormecida, feliz en sus propios límites, que, sin saberlo, despertó a Machado de su letargo y lo envió a Segovia convertido en otra persona diferente.
Que en 1966 no pudieran rendir ese homenaje, colocar ese busto del poeta mirando hacia el Guadalquivir y Mágina, indigna a cualquiera, aunque eran otros tiempos. Aún quedaban años de franquismo, y la negación de ciertas figuras estaba a la orden del día, como en todo régimen dictatorial. Que hoy, en pleno siglo XXI, se pretenda derribar estatuas, abolir la historia y sus símbolos, darles la espalda a los hechos, me parece no solo absurdo y de mente corta, sino un síntoma de que no hemos aprendido nada, que el progreso no nos hace mejores y que, en nuestro caso, y glosando a Machado, cualquiera de las casi cuarenta y siete millones de Españas han de helarnos el corazón.
Elena Marqués
[1] Anteo, hijo del océano (Poseidón) y de la diosa Tierra (Gea), era un gigante invencible, pues, cada vez que caía al suelo en la lucha, su madre le devolvía las fuerzas.