Blanca
Siempre he creído en los encuentros afortunados. Ir a visitar a un amigo que firma ejemplares en la Feria del Libro de Madrid y encontrarte que comparte caseta con una editorial sevillana (a Autores Premiados me refiero) y que hay un señor llamado Anselmo Gómez Carrión sonriendo tras este libro ha sido una de los mayores suertes en los últimos tiempos.
Blanca es una obra grande en su humildad, cuidada, cariñosa con sus personajes reales, poética, rica. Se desarrolla en París, más o menos en la época en que yo sitúo mi novela El largo camino de tus piernas. También en ella brota el arte, la pintura (qué hermosas casualidades), aunque su voz sea la de un científico que está a punto de descubrir lo que otros sí consiguen.
La enfermedad de Sophie centra nuestra atención desde el principio. Su salud quebradiza la hace pasear por una ciudad en penumbra del brazo de su esposo, el bacteriólogo Boris Lefèvre, como un anuncio trágico de lo que ha de venir. El amor en sus distintas manifestaciones lo ocupa todo; también el amor por lo bien hecho, que se trasluce en cada palabra, en cada fin de párrafo, en el perpetuo olor a leche del sobrino, en el recuerdo a La montaña mágica de Thomas Mann y el decadente mundo de los balnearios alpinos.
Tantos son los homenajes de Anselmo Gómez Carrión en este libro... Desde el cine, reflejado en la mítica escena del carrito de El acorazado Potemkin, pasando por la arquitectura de Gaudí y La Bauhaus alemana y la escultura de Gargallo y Brancusi, hasta la pintura de Klee y Kandinsky, de Braque y Picasso, del pintor de las «mujeres de ojos vacíos y manos difusas». No faltan las referencias literarias, a Joyce, a Ortega y Gasset, a Kafka, a los grandes novelistas rusos. El tratado de arte al que nos abocan los diálogos de Albert y Sophie se contrapone a la búsqueda científica de estafilococos y cultivos de hermoso color áureo.
Quizás por ello todo el libro es como un gran lienzo de suaves pinceladas que describen algo más que un fracaso; quizás por ello la ternura sobrevuela la dureza de la historia del alejamiento carnal de un matrimonio que nace muerto a pesar de todos los esfuerzos, un matrimonio estéril al que ni el empeño científico ni la caricia del arte pueden por fin salvar. Quizás por ello la mentira piadosa sea tan necesaria, tanto como el arte para suavizar nuestras frágiles existencias, para caminar por ellas con delicadeza y escuchar el azul del cielo de París, saborear las mañanas frías, palpar las palabras y las lluvias, estas sí sinceras y escogidas, cubrir la sangre del pañuelo y la blancura que da nombre al libro: la de una piel que se desvanece entre el albor de las montañas y las sábanas que preludian los sudarios.
Poco puedo añadir, salvo que hacía tiempo que no disfrutaba tanto con estas dicotomías. Albert y Sophie como seres que aman lo sublime del arte; Boris y Alexander como dos científicos que buscan (por separado) un mismo triunfo y al fondo, por qué no, los efectos benéficos de la gloria; Boris y Sophie como el amor puro de la entrega; Boris y Pauline como la entrega que acalla el sufrimiento de la carne. En ello concluye la novela, en la que Albert cumple con sus sueños (léase la frase al pie de la letra); Sophie, con su destino; y Boris, con la pérdida y el silencio.
Pero no quiero que sea el silencio lo que cierre esta reseña, sino una frase a la que me aferro como un credo (por pura conveniencia) y que se enseñorea de la contracubierta con gran tino: «Un artista siempre estará más cerca de ser Dios que un científico».
Por eso, y no por otra cosa, y aunque resulte pedante y pretencioso, me dedico a ello.
Elena Marqués
Anselmo Gómez Carrión (Albacete, 1965), escritor, artista multidisciplinar y director del movimiento artístico y cultural La bicicleta azul, ha sido finalista en varias ediciones del Premio de Narrativa Erótica la Sonrisa Vertical. Con Blanca ha obtenido el XIII Premio de Novela Valdemembra.