"Café Society" y los sueños
Sé que en el amor no todo depende de uno mismo. Si el otro elemento que debiera componer la pareja no está por la labor, no queda más remedio que conformarse, como el protagonista de la última película de Woody Allen, que fui a ver el sábado antes de que desaparezca de las salas.
No voy a entrar a valorar la calidad del filme, pues ni soy una experta ni persona imparcial cuando hablamos de Allen. Reconozco que no siempre me cautiva y que escudarme en que bastante mérito tiene, a su edad, seguir detrás de las cámaras es casi lo mismo que cuando le reían las gracias a Curro Romero. Intuyo que lo que ocurre es que el oscarizado director necesita dirigir películas para no morir, contar las mismas historias, verter sus obsesiones. Así que, por esa única causa, por saberlo aún en el mundo de los vivos (conociendo, además, lo mucho que le teme a la muerte), espero seguir disfrutando de su estreno anual, ya se ambiente en el glamuroso Hollywood de los años treinta o en cualquiera de las infinitas versiones del Nueva York de sus primeras entregas.
Pero si escribo esto hoy es porque ciertas frases vertidas por Bobby Dorfman (Jesse Eisenberg) se me quedaron grabadas a fuego. Y eso que al menos una de ellas es tan antigua como Calderón de la Barca y su cautivo Segismundo. «Los sueños, sueños son». ¿Qué otra cosa puede entreverse rodeado de grandes estrellas y hablando continuamente de los memorables estudios cinematográficos, esos que se encargan de hacernos experimentar tantas fantasías? ¿A qué estamos asistiendo, sentados en nuestras butacas, sino a una gran representación de algo que no es la vida? La vida real, por el contrario, es aquel pequeño apartamento del que procede el protagonista, el desencanto de la hermosa Vonnie (Kristen Stewart), la mentira sostenida de Phil Stern (Steve Carrel), el vecino molesto de la hermana de Bobby. El triste final en que el amor pierde la partida.
De ahí que nuestro joven exsoñador crea (y ahí va esa otra frase memorable y tierna) que «La vida es una comedia escrita por un autor de comedias sádico». O algo por el estilo.
No tengo mucho que decir a eso. Como aprendiz de escritora, me gusta hacerles daño a mis personajes, ponerlos en aprietos, burlarme de ellos; pero también dejarlos soñar en su propio mundo de ficción. Disfruto cuando no los distingo de mí misma, de la gente que veo por la calle, y llego a pensar que, como en la película Origen, de Christopher Nolan, a veces debería guardar una pequeña peonza que me permitiera distinguir en qué lado estoy. Eso sí, siempre me podré de parte de los soñadores, de los que luchan, de los que no se conforman.
Por eso el final de Café Society me resultó tan triste. Dos vidas aparentemente exitosas separadas por una decisión en la que pesó más la comodidad, en la que los sueños se vieron vencidos por una realidad que quizás los superaba.
Y es que yo, camino de los cincuenta, no dejo de soñar y perseguir la belleza de la escritura, la compañía de las palabras, la luz perfecta para las escenas en los moteles o para el rincón polvoriento donde una Vonny enguantada recoja los abrigos. Y en este sueño me encontrarán, como a Woody Allen, hasta pasados los ochenta si mi salud lo permite, aunque lo que salga de mi pluma no siempre esté a la altura. Solo de ese modo conseguiré que mi sueño no sea sueño, sino realidad, y que el paso de los años me transforme de autora sádica en alguien que pasea por Central Park (o el parque de María Luisa) disfrutando de los rayos templados de un nuevo y maravilloso amanecer que comience el capítulo.
Elena Marqués