Canción. Noticia de un secuestro (y II)

Conocí a Eduardo Halfon a través de su libro de relatos El boxeador polaco y la recomendación de mi amigo Carlos Torrero. Andábamos (o todo lo contrario) confinados por la pandemia y su lectura me permitió viajar entre Belgrado y la música de Milan Ravic, entre el Halfon escritor y el Eduardo literario.

Porque si algo define a este autor guatemalteco que ha recorrido tanto mundo como esos gitanos que añora el pianista serbio de «La pirueta» es su reflexión continua sobre la identidad. Posiblemente porque, como casi todos nosotros, tiene en su sangre una buena mezcla de razas, nacionalidades, culturas, personalidades, casas y lenguas. Y porque uno rara vez termina de averiguar realmente quién es. Ni siquiera a través de ese psicoanálisis en que a veces puede convertirse la literatura. Sobre todo cuando esta emplea el recurso de la autoficción.

Si en El boxeador polaco, en alguno de sus cuentos, Eduardo Halfon hablaba de su abuelo de la Europa del Este y cómo sobrevivió al holocausto, en Canción rememora el secuestro de su otro abuelo, de su abuelo libanés (aunque ya nos lo dice desde el principio: «Mi abuelo libanés no era libanés», del mismo modo que «El tío Salomón no era mi tío, sino un primo de mi abuela»), por parte de las Fuerzas Armadas Rebeldes de Guatemala, en enero de 1967. Canción era precisamente el apodo de uno de sus secuestradores, del que realmente poco se cuenta en este libro. De hecho, ni siquiera se desvela el porqué de su apelativo. Se mantiene un halo de misterio[1] en torno a su figura, lo que lo convierte, como a otros compañeros rebeldes (de Turcios Lima se afirma que era un fantasma, y Yon Sosa «era una caimán que dormía en dentro del vientre de otro caimán negro y colosal»), en un mito, en un ser posiblemente amable y a la vez sanguinario cargado de razones para actuar como actúa (qué bien elegida, por cierto, la cita de Baudelaire que se antepone al texto), pero que sirve para exponernos la historia más reciente de un país violento y surrealista en el que el poder de la United Fruit Company fue capaz de derrocar a Jacobo Arbenz, segundo presidente elegido democráticamente en Guatemala, por el simple hecho de iniciar una necesaria y justa reforma agraria, y donde se suceden los secuestros (se narra brevemente el de un embajador alemán y otro estadounidense) con el fin de obtener dinero para la lucha o para el intercambio de rehenes.

Pero las noticias de esa retención del abuelo en El Espinero, que duró 35 días, las singulares negociaciones y su posterior liberación (me resulta espeluznante ese preciso recuerdo, el hecho de que dejar tirado a un tipo en medio de la calle se viva como natural y nadie eche cuenta de él) no es lo único que se narra en este libro, ni tampoco se hace de una forma lineal. Téngase en cuenta que el hecho en cuestión sucedió cuatro años antes del nacimiento del autor, así que solo puede reproducirlo de oídas, recomponiendo, interpretando. Encajando las piezas de un puzle.

Y eso, un rompecabezas de pequeños fragmentos, es lo que construye Halfon en este libro.[2] Porque lo más llamativo de la novela, aparte de una forma de narrar donde no faltan los elementos poéticos («Aquel momento, lo sabía pese a mi inmadurez, tenía el resplandor de una piedra negra en la lluvia») ni las comparaciones ingeniosas («todo él parecía un globo lleno de agua a punto de reventar»), es su estructura.

Todo se incardina dentro de un congreso de escritores en Tokio al que es invitado Eduardo Halfon (no sé si el real o el literario, aunque eso importa poco) en su calidad de escritor libanés, y al que acude con su disfraz correspondiente (ese párrafo, plagado de fino humor, otro de sus puntos fuertes, sobre los distintos atuendos que guarda en el armario me resulta tan fascinante como significativo. De hecho, así empieza el libro: «Llegué a Tokio disfrazado de árabe»), y en el que es acusado con cierta crueldad de impostor[3]. Como si un escritor no lo fuera, un fingidor pessoano en toda regla. O como si él, en concreto, no estuviera acostumbrado a que los guerrilleros tomen atuendo de policía y los asesinos se camuflen bajo mandiles de carniceros.

Por otra parte, se nos sitúa en la casa-palacio del abuelo, con un puñado de parientes variados (de procedencia argentina, turca, siria, y de distintas edades, frente a un buen café turco capaz de desvelar el futuro), en el momento en que se le viene a comunicar que han encontrado a uno de sus secuestradores. Más tarde conoceremos las circunstancias, pues, como digo, la información se expende a pequeños sorbos.

Una tercera sección se corresponde con ese encuentro en el bar, nombrado a pie de página, en que el narrador se cita con otra de las guerrilleras responsables del secuestro, cuyo diálogo se nos oculta, al menos de manera directa (quién sabe si lo que ha ido narrando en este libro procede de esa conversación, quién sabe cuánto de invención ha introducido en el relato). Y, entre estos tres ámbitos, surgen recuerdos y anécdotas varias. Como la comida en el restaurante donde vieron por primera vez a esa Saraguate con el sonido de fondo de las marimbas, el carácter airado del abuelo (la escritura de esa carta), la boca desdentada de la prima Berenice, algunos encontronazos del escritor, que ya no es «secuestrable». Y quién sabe si una breve historia de amor con la joven y algo ambigua Aiko, cuyo abuelo, sobreviviente de Hiroshima (inconscientemente me he acordado del protagonista de Fractura, de Andrés Neumann), tiene marcadas en la espalda las señales de aquel día, lo que da pie a una pequeña reflexión sobre las herencias familiares (la discriminación a los sobrevivientes se extiende a sus descendientes, por si aún guardaran los efectos de la radiación) que mucho tiene que ver con el contenido de este libro: quiénes somos en realidad. O incluso si esta, la realidad, existe.

Elena Marqués

Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971), ha publicado Esto no es una pipa, Saturno (2003), De cabo roto (2003), El ángel literario (2004), Siete minutos de desasosiego (2007), Clases de hebreo (2008), Clases de dibujo (2009), El boxeador polaco (2008), La pirueta (2010), Mañana nunca lo hablamos (2011), Elocuencias de un tartamudo (2012), Monasterio (2014), Signor Hoffman (2015) y Duelo (2017). Algunas de sus obras han sido traducidas al inglés, al francés, al alemán, al italiano, al serbio, al portugués y al holandés. En 2007 fue nombrado uno de los 39 mejores jóvenes escritores latinoamericanos por el Hay Festival de Bogotá.



[1] Halfon domina bien la intriga. Yo me muerdo las uñas pensando en esas palabras pronunciadas al oído del abuelo antes de subir sumiso al coche de sus secuestradores, «apenas un hilo blanco de neblina», así como fantaseando sobre cuál será la interpretación correcta de esos dos niños ante la mujer de la cafetería (no sé por qué me ha recordado a «Las babas del diablo», como si solo pudiera entender la imagen a posteriori). Toda la escena de esa espera, interrumpida por distintos personajes que lo sobresaltan, se mantiene en una atmósfera de suspense memorable.

[2] El mismo Halfon reconoce su forma errática de contar al comentar, en boca de una de las asistentes al congreso, «que todas sus historias parecían extraviarse y no llegar a ninguna parte». Pero el caso es que llegan, y nos corresponde a los lectores interpretar y llenar los posibles huecos. Participar, con nuestra lectura, en la creación.

[3] No me resisto a señalar cómo cuenta que «mi disfraz libanés empezó a deshilarse, a perder su brillo», y la reacción final (hablar y hablar de la historia de su abuelo) hasta que «el reflejo de las lentejuelas doradas de mi disfraz de nuevo empezaban a brillar».

 

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