Cenizas y rosas
Escribir sobre el duelo, sobre perder a un padre y sentir al fin el significado de la palabra orfandad, no creo que sea fácil. Y mucho menos si lo que se propone la autora es, además, dejar constancia del más o menos largo tiempo previo en que la vejez impone su exasperante lentitud, sus múltiples incapacidades, sus miedos, sus humores (entiéndase en las acepciones 1 y 6), su fealdad, su decadencia. No, no debe ser fácil.
Y no estoy hablando de los resultados (más de uno pensará «qué está diciendo esta, si es precisamente el desconsuelo, la congoja, la aflicción, la amargura que queda tras el daño del adiós uno de los motivos que más páginas ha dado a la literatura»), sino del trabajo en sí.
Estoy intentando imaginar cómo será la tarea de enfrentarse al folio en blanco para tratar de trasponer una laceración para la que no existen palabras. Qué fibras no se rebelarán ante la ausencia, qué lágrimas no emborronarán todo lo dicho, qué fantasmas no tirarán por tierra convicciones y nos harán revivir una y otra vez la misma pesadilla. Por mucho amor, por mucha ternura, por mucha delicadeza que se ponga en la tarea. Y está claro que, en este texto, si hay algo (hay muchas más cosas, de las que enseguida hablaré), es amor, ternura y delicadeza trazados con mayúsculas. Porque esta novela es, por encima de todo, un homenaje a un hombre que nunca se fue, pues, mientras ellos, los protagonistas de este relato, lo recuerden (y por qué no a través de un libro, pues, a su vez, mientras alguien lo lea…), siempre estará. Así es. «Viviremos, Mientras haya quien nos recuerde, nos añore, nos sueñe, viviremos». Y eso abre un horizonte infinito y luminoso del que, como del dolor, también participamos.
Pero sigo con las dificultades del empeño. Porque la historia que se cuenta en Cenizas y rosas no es sino la de una familia normal, en un entorno normal (aunque hay cierto temor a una locura o a un desquiciamiento que parece genético, y los avatares de sus vecinos y amigos no resultan tan «normales» como cualquiera desearía), que se enfrenta a un acontecimiento tan terriblemente normal y frecuente como la enfermedad y el acabamiento. En eso podría resumirse lo que esta novela recoge.
Sin embargo, su estructuración en capítulos breves e intensos, unida a la combinación de distintas voces y fórmulas (cartas; textos-borrador en un taller de escritura, con largas enumeraciones de términos que apuntan/desvelan/descubren la belleza de las palabras; diálogos prácticamente teatrales, sin acotaciones del narrador; voces interiores siguiendo el patrón del famoso fluir de conciencia de Virginia Woolf, con sus desvaríos y sus interrupciones; poemas; saltos al pasado; frases sueltas como aforismos, adagios, estribillos de una canción recuperada) presididas por la sencillez de un lenguaje coloquial y familiar, sencillo, fluido y vivaz, incluso en ocasiones campechano (en otras, poético), y muchos guiños a nuestra generación (canciones, anuncios, refranes, objetos…), nos mantienen atentos. Y, más que atentos, anclados a la escena, compartiendo sofás e impresiones, reconociéndonos en sentimientos y recuerdos, lo que nos hará salir del texto tan huérfanos y reconciliados como Beatriz, como Cándido, como Natalia e incluso Reme, cuya propia historia se desgrana y conocemos poco a poco pues es, como el hilo principal, también una historia en eco de luchas y de pérdidas.
Pero volvamos a esas fórmulas diversas (monólogos, diálogos, reflexiones, poemas…) para destacar las intervenciones de José Martín en sus últimos meses de vida, al cuidado de una mujer extranjera buena, pero con la que apenas se entiende; rebelde a veces con su situación (quién no lo estaría, quién no lo estará cuando le llegue el momento); agradecido por lo que ha vivido y por el amor que aún recibe; añorante de su mujer, que en muchas ocasiones siente aún a su lado; preocupado por sus hijos, por sus vivencias y por lo que vendrá; capaz aún de soñar el futuro; ilusionado con una Esperanza (no podía ser otro el nombre) que termina por romperse antes de empezar.
Junto a ellas, la voz de su hija Beatriz, que se queja y se culpa y se lamenta, que se retrotrae al pasado, que dialoga (con su hermano Cándido, con su exvecina Reme, con su padre siempre), que lleva el peso de esta novela tanto por su papel protagónico en la atención al padre como por la manera de contar y dar forma de relato a un hecho trascendental no solo para ella, sino para toda la familia y para todos aquellos que conozcan la terrible experiencia de la enfermedad, la decrepitud física y mental y la muerte.
Es lo que hace Charo Jiménez en su tercera novela. Vomitar (perdón por la expresión) todas las sensaciones cambiantes que se atraviesan en una situación así, donde no faltan el sentimiento de culpa por no llegar a todo lo que se quisiera, el hartazgo por tener que ocuparse casi en exclusiva de unos asuntos que competen también a otros, teniendo hermanos con los que compartir esa «tarea», si como tal puede llamarse la de hacer más agradable la vida a quien te la dio a ti, más los problemas propios de ser madre, trabajadora, esposa y mujer que no se conforma con ser solo eso, sino que aspira (es algo que digo siempre sobre este punto) a no morir, a ejercitarse en la escritura, a trascender a través de la palabra (esas listas, esos sonidos, esos juegos).
Nadie puede negar el carácter autobiográfico y terapéutico de este texto. Es el más íntimo y veraz escrito por Jiménez hasta ahora. Una Jiménez que se cuela como un personaje más al hablar de la presentación de su anterior novela, Ara, como el río, que aprovecho para recomendar de nuevo aquí para que podáis redondear vuestros conocimientos sobre esta autora sevillana empeñada, ella que es pura emoción, en emocionarnos.
Elena Marqués
Charo Jiménez (Sevilla, 1961) es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y ha sido profesora durante más de veinte años. Por circunstancias ajenas a su voluntad, se ve obligada a abandonar las aulas en 2007 y, tras un periodo de adaptación, escribe su primera novela, Trampantojo, que publica en 2015 con la editorial Triskel. Ara, como el río, es su segunda novela.