Contra la España vacía (que no contra España)
«Entiendo mis libros como parte de un esfuerzo centenario por explicar el país en el que vivo», comenta Del Molino en su introducción a Contra la España vacía. Muchas vidas le harían falta al escritor y periodista aragonés para poner algo en claro. Aunque pienso que en este último ensayo disipa bastantes sombras de algunos temas clave y, sin abandonar su vena literaria, su prosa exquisita y su fino humor (su defensa de la risa para «desactivar lo solemne» no deja de recordarnos al Eco de El nombre de la rosa, al que llega a mencionar), sin dejar de inmiscuirse personalmente con anécdotas biográficas (el paseo por una Barcelona desolada tras la pandemia para asistir a una curiosa charla, una conversación con Irene Vallejo…), analiza elementos esenciales con los que todos, de un extremo a otro en el conjunto de ideologías y banderas, incuso de esas desteñidas que intitulan la segunda sección, podrían estar bastante de acuerdo. Por supuesto, todos los que muestren cierta inteligencia y no se dejen llevar por ese fanatismo tan nuestro (y perdón por las generalizaciones), por esa forma trágica de simplificar las cosas, de reducir la realidad a un puro dualismo de buenos y malos, rojos y fachas, campo y ciudad. Por esos populismos sin apoyo doctrinal detrás, pura metapolítica que tan bien examina Del Molino y que precisamente se basa en una tonta división en dos bloques: el pueblo contra la casta. Y por ciertas sombras de fantasmas que no paran de invocarse hasta convertirse en actores políticos reales «igual que la ausencia de Rebecca gobernaba Manderley». Creo que queda claro.
Porque no se puede negar la lucidez, el buen razonamiento, la profusión de datos que ofrece el escritor en estos cinco bloques (más conclusión y epílogo) en los que analiza el caleidoscopio de la sociedad española poniendo en este caso el foco en la ciudad, especialmente en «la descapitalización cultural de las metrópolis», y en esos espacios intermedios que no son naturaleza pero tampoco están habitados (aunque vuelve a tocar el tema de la vuelta a la naturaleza, o al campo, que apareció en La España vacía con un breve tratado antropológico sobre el nomadismo y la revolución neolítica); en la clase media-alta, en el pijoprogre del primer capítulo; esa caricatura, ese cúmulo de despropósitos e incoherencias que me ha hecho sonreír por lo certero y por lo identificable que se me hace el individuo o el prototipo. A él se atribuye la nueva moral artística, la nueva intelectualidad de gafapasta, las nuevas clases creativas, incluso el burdo ecologismo de coche híbrido y reciclaje testimonial, el desconcierto bezújoviano al asistir a hechos que parecían imposibles por irreales (el asalto al Congreso de los Estados Unidos, por poner un ejemplo). Ellos «se sienten cómodos en la democracia liberal porque es un ecosistema hecho a su medida», una estructura relativamente igualitaria en la que es difícil no creer.
Pero es en «Banderas desteñidas» donde el libro se hace más «político» y gira hacia una de las mayores preocupaciones de los ciudadanos de este país (bueno, eso al menos se manifestaba antes de la pandemia, acontecimiento que nos ha hecho volver los ojos a temas tan pedestres como la supervivencia): el independentismo y la ruptura de la realidad nacional. Y para ello parte del análisis detallado del uso patriotero que se hizo en este caso de las lenguas minoritarias; una apropiación desde las instancias educativas que el mismo ensayista puede narrar de primera mano por haberlo experimentado en carnes propias (él vivió en un pueblo de la Comunidad Valenciana, hasta que sus padres «decidieron» trasladarse a Zaragoza), lo que concede mucha fiabilidad, mucha verdad, al texto, complementado, como siempre, con buenas dosis de documentación que no interfieren en la placidez de la lectura.
Me resulta muy clarificadora la calificación de la sociedad como «hipersentimentalizada» y las consecuencias que eso conlleva. La exageración de emociones mínimas, posiblemente como consecuencia de la supresión de ciertos valores tradicionales, de ciertos rituales que por ello mismo, por ser antiguos, se desprecian. La pequeña reflexión sobre la manifestación del dolor y su significado. Y, en esa línea, la subjetividad de ciertos discursos sentimentales que, por su cualidad pasional, niegan su cuestionamiento. Y, por supuesto, muy interesante el rescate de la figura de Azaña, uno de los políticos denostados y olvidados y que debería erigirse en modelo de inteligencia, moderación, amor por su país y un largo etcétera de cualidades de las que, viendo el panorama de hoy, estamos bien faltitos.
Creo, sin lugar a dudas, y aunque parezca esto una frivolidad propagandística, que nos enfrentamos a uno de los libros del año, que dará que hablar y que pensar (esto último es más bien la formulación de un deseo, quizás irrealizable), y que tenemos la gran suerte de encontrarnos con un joven escritor inteligente y perspicaz preocupado por entender algo que parece ininteligible, cambiante y a veces un poco a la deriva: España. Un espacio, una realidad, una conjetura, un mito que parece siempre mirarse desde los muros desmoronados de Quevedo.
Por supuesto que este libro no ofrece soluciones; como la buena literatura, plantea más preguntas que desvela certezas. Y, además, no puede ser de otra manera si se cree que «Una sociedad abierta requiere respuestas que huyan de lo unívoco». La cuestión es darle algo.
Elena Marqués
Sergio del Molino (Madrid, 1979), escritor y periodista, premio Ojo Crítico y Tigre Juan, entre otros, por La hora violeta (2013), es autor también de las novelas No habrá más enemigo (2012), Lo que a nadie le importa (2014) y La mirada de los peces (2017). Su ensayo La España vacía (2016), por el que recibió el Premio de los Libreros de Madrid al Mejor Ensayo y el Premio Cálamo al Libro del Año, se convirtió en un fenómeno editorial y fue reconocido como uno de los diez mejores libros de 2016 en España. Colabora en diversos medios de comunicación, como El País, Cadena Ser, Onda Cero, Mercurio o Eñe.