Cosas que quitan el sueño
A estas horas de la mañana, aún tengo dudas sobre qué escribir. No voy a volver a hablar de cine, porque no es mi especialidad, aunque el fin de semana se iniciara para mí con El hombre de las mil caras y el recuerdo de una época y terminara, esta vez para todos, con lo que puede ser el inicio de otra en ese espectáculo al que el PSOE nos ha invitado a asistir.
Quizás tengan ambos hechos más relación de lo que uno quisiera. No porque me regodee en ser pesimista en cuanto a la imagen que este país nuestro se empeña en mantener; pero nadie me negará (ya me lo habréis escuchado muchas veces) que aquí nacieron la novela picaresca y la puñalada trapera, y que una de las más importantes obras de finales del Medievo se intitulaba Tragicomedia de Calisto y Melibea, la popularmente conocida como La Celestina. Un prototipo de mujer, por cierto, codiciosa, engañosa, hedonista, avara, dada al vino... Vamos: lo mejorcito de cada casa. Si a eso añado que ando leyéndome Las venas abiertas de América Latina (aunque Galeano no se cebe solo en los conquistadores y colonizadores españoles y amplíe bastante el círculo de responsabilidades), es normal que tenga la tensión por los suelos.
Sé que soy injusta fijándome solo en ese lado negativo de este pueblo nuestro y que no lo voy a poner como excusa para mi falta de inspiración. No es eso lo que me perturba el descanso. O sí, porque el cerebro, por mucho que intentemos controlarlo, más de una vez actúa por su cuenta.
Confieso que en este caso algo ha tenido que ver la conciencia de a qué altura de la vida andamos, más cerca del final que del principio, y con tantas tareas pendientes que no sabe una cómo atajar. Niños he tenido; libros he escrito; árboles... Si consideramos algún bulbo de tulipán traído de Bélgica (de los holandeses nos olvidamos y quedaron algo putrefactos tras permanecer a la intemperie del verano andaluz), también lo doy por cumplido. Según eso, debería echarme a descansar debajo de un ciruelo y disfrutar de las cosas que lo merecen. Realmente lo tengo todo: familia, amigos, dos ojos muy miopes pero que me permiten leer lo que se me antoje, un apetito voraz (de eso no me importaría que me privaran un poco)... Aun así, me veo en la obligación de aceptar tareas que me vuelven loca, que me sobrepasan, que me preocupan, que, por qué no negarlo, también me quitan el sueño.
Puede ser que aún no me haya dado cuenta de que el cuerpo tiene un límite, y más cuando los años se acumulan. Las vacaciones aún están en el recuerdo, con sus momentos de relax, de contemplación del mundo, de lluvia de estrellas y atardeceres verdes, y me niego a meterme en la loca rutina de la ciudad con sus ruidos inhóspitos y sus prisas. Siempre digo de broma que yo iba para princesa y me quedé en prin, y de ahí mi frustración o mi desencanto.
Y de verdad que nunca me había pasado, pero las desconexiones te hacen sentir que hay otros mundos y no están en Marte. Y a mí me gustan esos mundos mucho más que los corrientes.
Será que los años me están volviendo egoísta y en algunos aspectos un poco celestina, en especial por eso del hedonismo; un invento de los griegos del que nos encantaría a más de uno apropiarnos.
En cualquier caso, y mientras busco un buen árbol (no plantado por mí) donde trasegar un vinito delante de unas páginas, me conformaré con la queja, que es también fenómeno bastante español. Cualquier diría que me he levantado estupenda o patriótica.
Elena Marqués