Cosas que quitan el sueño (II)
Antes de empezar a escribir, he echado la vista atrás, como en las viejas canciones de juventud, para comprobar la fecha en que redacté aquella otra entrada que podría considerarse la primera parte de esta que hoy se entrega al vuelo; concretamente, 23 diítas, en los que prácticamente he seguido sin pegar ojo.
No quiero alarmar a nadie. Más de uno pensará que así no voy a crecer, que el sueño es tan necesario como el comer y las vacunas. Pero el caso es que no puedo remediarlo. Son muchas las «obligaciones» que me asaltan, en las que me sumerjo con más o menos entusiasmo. Algunas me aportan; otras me restan tiempo y, no voy a repetirlo (o sí), horas de descanso en brazos de Morfeo. Aun así, normalmente (ojo al adverbio) me siento optimista y soy de las personas (llamadme ilusa) que cree que de todo se aprende.
Por otra parte, siempre me he tomado las cosas muy a pecho. Eso no es negativo. Me ha permitido cursar brillantemente mis estudios (hoy tengo ganas de echarme flores, por si alguien quiere sumarse a la «petalada»), ser becaria considerada (en las dos acepciones del término), trabajar mientras estudiaba oposiciones (con horror me viene a la memoria), echar ya veintitantos años en el mismo despacho escuchando muchas paridas «diputadiles» que te quitan las ganas de vivir... Por eso (y esto es un inciso) me da tantísimo coraje cuando la gente pone el título de «suerte» a lo que no es más que la palabra «trabajo» (con el adjetivo «incansable») elevada a la enésima potencia.
Y en esto de la Literatura, que encima es mi pasión, no bajo la guardia. O sí, pues ocurre que la «vida social» a la que se te obliga resta espacio a su verdadero ser, que es escribir, y yo sigo con mi deseo de convertirme (sin tanto drama detrás, claro) en la versión femenina (y real) de Benno von Archimboldi-Hans Reiter, cuyo rostro nadie conoce y a la que no podría accederse porque, a lo Donna Leon, viviría, por ejemplo, oculta en Venecia (o en otro sitio menos glamuroso: no soy exigente en ese aspecto) entre sus vecinos, absolutamente ignorantes de que esa señora canosa (¿Veis? En eso me parezco. Ya llevo algo adelantado) vendiera libros fuera de su país de acogida.
A eso se une (y perdón por lo que voy a decir, que, además, puede volverse en mi contra) que hoy todo el mundo escribe, hasta el punto de que por ahí se asegura (qué buena soy yo para eso de las citas) que hay más escritores que lectores, y que es imposible escribir sin leer antes porque, como algún amigo me ha soplado estos días de boca de Carlos Fuentes (esa «fuente» me la tenía que saber), «Tienes que amar la lectura para poder ser un buen escritor, porque escribir no empieza contigo».
«Me dirá usted que la literatura —volviendo otra vez a Bolaño— no consiste únicamente en obras maestras sino que está poblada de obras, así llamadas, menores. Yo también creía eso. La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son los lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas o las escondidas grutas, pero un bosque también está compuesto por árboles comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por hongos y por florecillas silvestres. Me equivocaba […]. Toda obra menor tiene un autor secreto y todo autor secreto es, por definición, un escritor de obras maestras…»
A mí me gustaría dejar de escribir yerbazales y más aún soslayar la lectura de ciertas flores silvestres, y está claro que solo de mí depende; pero también pido cierta colaboración para quienes desde sus propios charcos apabullan como si la Literatura realmente naciera con ellos, hace lo más un lustro; escriben sin cierto decoro por las reglas de la ortografía y la gramática; e incluso te cuestionan consejos que no son tales, ya que, como digo, hay cosas que se escriben de determinada manera por muy «creativo» que se quiera ser, pues el Arte es también comunicación. Y técnica, mucha técnica.
Así que, por favor, absténganse de considerarse artistas quienes solo creen en el vuelo divino del genio porque eso solo existe en situaciones excepcionales. Los demás solo somos árboles comunes, y el único modo de conseguir algo digno y digerible es el trabajo incansable de estercolado y poda.
He dicho.
(Y otra vez me he ido por las ramas.)
Elena Marqués