Yo, mentira
«Antes observaba los coches que paraban a nuestro lado en los semáforos y me asustaban esas parejas que no hablaban entre sí. Solía reírme de ellas para disimular.
Ahora, en el nuestro, la única voz que suena por encima de la radio es la del GPS palpitando desde los altavoces».
Con estas palabras inicia la escritora sevillana Silvia Hidalgo su segunda novela, Yo, mentira. Y eso me lleva a pensar que lo que vendrá a continuación es un relato en el que la incomunicación, el silencio, cobra protagonismo. Y, también, una historia en la que el tiempo, marcado por esos dos adverbios ineludibles, ha hecho sus estragos. Desde luego, qué se puede esperar de él viendo cómo trata a más de uno. A mí, sin ir más lejos.
Ese es, creo, uno de los puntos que analiza la voz en primera persona de esta pequeña gran crónica de lo doméstico. Lo que el paso de los años supone para las mujeres, tanto en la transformación de su cuerpo (la maternidad no perdona) como en la pérdida de las ilusiones. A lo que nos aboca cuando cada uno de nuestros objetivos vitales (pero ¿quién los ha marcado?) está cumplido y, sin embargo, todos esos ¿logros? no nos satisfacen.
Yo, desde luego, como lectora cincuentona, y casi más en el segundo aspecto que en el primero, me descubro en muchos de los vacíos a los que se enfrenta ese otro yo innominado (será porque ciertamente en ese pronombre se esconden todos nuestros nombres) que lleva una vida, en teoría, envidiable, o al menos normal, apacible, acomodada, rutinaria, y que de repente se siente engañada. Aunque quizás habría que decir autoengañada, lo que es aún peor por el margen de responsabilidad y culpa que el prefijo conlleva. Y, ante ese espejo que no es el del Callejón del Gato, sino el de nuestro aseo de azulejos celestes que nos devuelve sin piedad el verdadero rostro que tenemos, comprende que necesita cambiar o, sencillamente (aunque a veces lo más simple es lo más complicado), transformarse un poco por dentro.
Que el cambio pase por una exploración sexual-sentimental no tiene nada de extraño. Más, como se intuye, a esa edad a la que se le atribuyen todas las crisis. Esa edad que precisa conceder por fin espacio al deseo, reconsiderar el cuerpo y a quién pertenece. Porque, para más inri, hace tiempo que dejamos de ser un yo para convertirnos en un nosotros: por un lado, una familia; y, por otro, una pieza más, invisible, por supuesto, en el engranaje laboral. Y se nos hace urgente volver a ser mujeres antes que madres, esposas, vecinas o confeccionadoras de disfraces para las fiestas escolares; antes que tener la obligación de resolver «nuestro enigma insignificante del día».
Y si he subrayado esa frase es por el poder que emana de ese doloroso adjetivo. Porque describe a la perfección esta historia que carece de épica y, sin la mediación de Silvia Hidalgo, no dejaría de ser tan prosaica como una reunión de la comunidad de vecinos o una charla del jefe en la sala de juntas. No hay grandes hechos en esta novela y ni siquiera la infidelidad se recubre de los elementos típicos y salvadores para la autoestima ni de esa aureola de pseudorromanticismo barato de que suele acompañarse. No hay ni una concesión a los besos ni al drama que conllevan las confesiones, sino una defensa de nuestra mediocridad, tan poco novelesca, tan digna de caer en el olvido. Lo que confirma una vez más que no importa tanto qué se cuenta sino cómo se cuenta.
Y es que la narración de Hidalgo tiene una calidad que ya quisieran muchas, unas formas sencillas a la vez que plurisignificativas, pues no faltan pequeñas anécdotas, datos, espacios, que se convierten en metáforas de ese estado mental que unas veces ronda la inseguridad y otras se hunde directamente en la tristeza[1].
Con frases breves y compactas, distribuidas en capítulos cortos que condensan aún mejor la fuerza narrativa, la escritora sevillana consigue enganchar al lector, incapaz de hacer una pausa aunque debería detenerse cada poco para rumiar tanto lo que se dice como lo que es posible adivinar. Porque, vuelvo a repetirlo, lo que se omite, el silencio que he anunciado al principio, es un personaje más y cobra un peso dramático que nos hace sufrir con esa protagonista que, como el resto de los personajes, carece de un nombre identificativo para que, de ese modo, todos nos sintamos incumbidos.
Sí, Silvia Hidalgo logra, con ese estilo tan personal y coherente, que empaticemos y nos identifiquemos con el yo del título, lo que me hace preguntarme (me pasa a menudo) por el impacto que este libro puede, o no, tener entre el género masculino. Género que, por cierto, no sale vapuleado, como ocurre en ocasiones en los relatos femeninos (no me apetece deformar el término con sufijos ad hoc), construidos por oposición, y eso es otro de los elementos que me gusta de la obra. Que el yo consigue, en ese terreno, cierta objetividad. De hecho, aunque transmite su interior como en un fluir de conciencia (bastante ordenado sintácticamente, lo que es de agradecer para el lector medio o sencillamente perezoso, como yo en estos momentos), aunque sabe espigar en sus rutinas y plasmar, a modo de diario, su descontento con una situación que a más de una nos ha de resultar demasiado conocida, reconoce las cualidades del Escritor, sortea su propia Tiniebla y se centra en sus falsedades sin culpar a nadie, y eso me resulta de una madurez envidiable, qué queréis que os diga. Posiblemente por ello el final es el que es. Para mí, inesperado (no seré yo tan madura como creo).
Pero de eso no voy a hablar aquí. Ya lo comentaremos en alguna tertulia.
Elena Marqués
Silvia Hidalgo (Sevilla, 1978), ingeniera informática, publica su primera novela, Dejarse flequillo, en 2016, en la editorial Amor de madre. Ha participado en varias antologías de relatos, como Folloneras, She was so bad o Cuadernos de Medusa. Yo, mentira es su segunda novela.
[1] «Me extraña que mi vida apenas cambie y que sin embargo mi estado de ánimo siga el patrón lunático de las mareas, por eso no debo tener razón alguna cuando estoy triste y menos aún cuando me siento feliz». ¿Quién no se encuentra así un día sí y el otro también?