Cualquier tiempo pasado...
Mañana, por circunstancias que no vienen al caso, he de pasarme por la Facultad de Filología, y eso ha hecho que me brote, como un mal sarpullido, algo parecido a la melancolía. En sus patios y pasillos, en la biblioteca de la Dante, nos congelamos a conciencia durante cinco largos años que ahora parecen una minucia; en su cafetería aprendimos a sobrevivir al mal café; en las largas bancadas del aula magna nos conocimos unos cuantos soñadores que pensábamos, como Ciro Alegría, que el mundo era ancho y ajeno; en los despachos de ciertos profesores mantuvimos más de una angustiada conversación sobre qué sería de nuestro futuro, pues no corrían buenos tiempos para la lírica.
Tampoco ahora. Será que nunca son propicios los vientos para el cuidado de la palabra.
Pero no voy a hablar de eso, que sé que me repito, ni a reproducir el último verso de la estrofa manriqueña porque prefiero espantar esa creencia. Lo que sí es cierto es que, al salir por aquellas puertas a la calle San Fernando, tan cambiada, sin nuestras librerías de referencia ni el riesgo a morir atropellados porque nadie se llegaba hasta el principio de la calle a cruzar religiosamente por el semáforo, dejamos atrás un periodo en el que todo era posible, en que apenas nos dolía nada, calzábamos una 38 y solo se nos formaban arrugas al reírnos.
Han pasado más de veinticinco años desde entonces. No sé cuántos alumnos (y alumnas, sobre todo alumnas) habrán atravesado las puertas del Patio de Arte por el mero placer de sumergirse en su encantadora penumbra. Lo que pone los pelos de punta es eso: que quienes nos íbamos a comer el mundo hemos sido más bien engullidos por él. Que para muchos errores no es posible dar marcha atrás. Y que todos nosotros pasaremos, mientras esos muros supuestamente inertes nos seguirán sobreviviendo para que otros sueños se deslicen entre sus piedras.
Elena Marqués