Día Internacional de la Mujer
Mañana, 8 de marzo, se conmemora el Día Internacional de la Mujer. Y no es una cosa nueva, sino algo que se remonta a 1911. Para mí es extraño que la mujer necesite un día específico. Que nadie me salte al cuello, que ahora mismo explico mis razones.
Normalmente, cuando se establece alguna celebración, es para llamar la atención sobre una realidad que precisa algún apoyo, véase, por ejemplo, el Día Mundial de las Enfermedades Raras o el Día Mundial contra la ELA, que intentan centrar nuestros ojos y nuestra conciencia en unas circunstancias muy desgraciadas que, por el hecho de atañer a un número de población pequeño, a menudo nos suelen pasar desapercibidas al resto.
Yo celebro como una gran idea que existan estas jornadas especiales en el calendario porque, parece que no, pero se consigue que la gente se sensibilice y apoye causas que no les afectan, pero que podrían haberles afectado; y realizar campañas o recoger fondos para el estudio de una enfermedad o para intentar paliar la pobreza, un mal que sí que daña a una gran parte de la población, lo considero noble y necesario.
Pero ahora camino sobre arenas movedizas, pues el motivo por el que me parece increíble que a estas alturas del siglo XXI aún tengamos que celebrar un Día Internacional de la Mujer para visibilizarla y reclamar una igualdad que sigue no existiendo podría valer cuando hablamos de hambre y de indigencia. Resulta asombroso y desesperanzador que ambas realidades sigan precisando hoy voces que se alcen para intentar, de un modo u otro, solucionarlas.
En la literatura, y en el arte en general, la ocultación de la mujer también ha sido obvia. Solo hay que hojear las enciclopedias para tropezar una y otra vez con un elevado número de escritores, pintores, escultores, músicos, frente a un elenco de mujeres dedicadas a estas prácticas muy pequeño. No hace mucho se levantó una gran polémica por las palabras de un conocido editor que dijo algo así como «Lo siento, la poesía femenina en España no está a la altura de la masculina. No hay mujeres poetas comparables a lo que suponen en la novela Ana María Matute o Martín Gaite (...)».
Yo no voy a incidir en este asunto ni sobre otros en los que puede que coincida, como la vanidad de los poetas, que suele ser tremenda; pero sí me gustaría dedicar estas líneas, que ya se extienden en unos prolegómenos demasiado amplios, a esas mujeres que se afanan por desarrollar sobre el folio su hermosa arquitectura de palabras y que sienten y quieren cada uno de sus frutos como pequeños hijos brotados de sus manos, su cabeza y su corazón. En estos años en que me he dedicado a la literatura he conocido a grandes mujeres a las que quiero hoy agradecer su trabajo y su compañía, y que me gustaría que todos vosotros también conocierais y amarais por lo que son y lo que dicen. Y porque, llevando la contraria al editor de marras, son grandes poetas en absoluto vanidosas. No me gustaría olvidarme de nadie, pero...
Gracias a Almudena Tarancón por construir «una vida / sobre roca, un hogar / sobre fuertes cimientos...».
Gracias a María José Collado, cuyos poemas, como hermosas vasijas, nos dejan «dormitando en la umbrosa espesura».
Gracias a Rosario Pérez Cabaña, que explica que, «Si tú me lo pidieras, yo podría decir palabras como acentos».
Gracias a María del Pilar Gorricho, que ha soñado «nuestra salvación / más allá de las colinas de mi hombro».
Gracias a Juana Fuentes, porque sus versos son «como un pequeño sueño, / como una minúscula mota / de harina blanca en la penumbra».
Gracias a Paz Martín-Pozuelo, quien, tanto en prosa como en verso, es siempre capaz de dejarnos El más hermoso de los milagros.
Gracias a Sara Castelar, a la que le cabe «... entre los ojos la desnudez entera / esa palabra-espina que puja por la rosa...».
Gracias a las escritoras-Busilis (perdón, Aboro), por amar a Bécquer sobre todas las cosas.
Gracias a Carmen Valladolid, que puede ser « Mujer / o cualquier cosa / que nazca o crezca o resucite».
Gracias a Lola Franco, que acepta todos los desafíos literarios.
Y el etcétera sería largo, muy largo, no solo a quienes leen y escriben (gracias, Felisa, Reyes, Laura, María...), sino también a todas aquellas que tanto inspiran: las mujeres de mi familia, las emprendedoras (Yolanda, Chus, Mercedes...), las artesanas, las amigas, las madres, las que construyen Canal Literatura (Luisa, Amelias, Carmen, Yolanda, Mati, Majomar, D ies...), las que sanan (médicas y enfermeras como Isabel, Cristina, María José), las que cuidan (mi Pili, la más grande), las que escuchan, las que presentan actos vestidas de patricia (gracias Míriam Nisa), las que se comprometen (Maritxé, Lola...), las que se levantan a las seis de la mañana y, aun así, no dejan de sonreír. A ellas va dedicada esta entrada, el 8 de marzo y todos los días en que la lluvia juegue sobre el asfalto, pues ni siquiera sus charcos nos podrán hacer resbalar.
Y puesto que de mujeres y poesía hemos hablado, os dejo estos versos de la escritora de Almendralejo que recité el año pasado en un acto conmemorativo del Día Internacional de la Mujer. Disfrutadlos.
LA POETISA EN UN PUEBLO
¡Ya viene, mírala! ¿Quién?
—Ésa que saca las copias.
—Jesús, qué mujer tan rara.
—Tiene los ojos de loca.
Diga usted, don Marcelino,
¿será verdad que ella sola
hace versos sin maestro?
—¡Qué locura!, no señora;
anoche nos convencimos
de que es mentira, en la boda:
si tiene esa habilidad
¿por qué no le hizo a la novia,
siendo tan amiga suya,
décimas o alguna cosa?
—Una décima, es preciso
—dije—, el novio está empeñado:
«ustedes se han engañado
me respondió, no improviso».
—Siendo la novia su amiga,
vamos, ¿no ha de hacerla usté?—.
«Pero por Dios, si no sé,
¿no hasta que yo lo diga?»
La volvimos a rogar,
se levantó hecha una pólvora,
y en fin, de que vio el empeño
se fue huyendo de la boda.
Esos versos los compone
otra cualquiera persona,
y ella luego, por lucirse,
sin duda se los apropia.
—Porque digan que es romántica.
—¡Qué mujer tan mentirosa!
—Dicen que siempre está echando
relaciones ella sola.
—Se enseñará a comedianta.
—Ya se ha sentado ¡la mona!
Más valía que aprendiera
a barrer que a decir coplas.
—Vamos a echarla de aquí.
—¿Cómo?— Riéndonos todas.
—Dile a Paula que se ría.
—Y tú a Isabel, y tú a Antonia.
Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja.
¡Más fuerte, que no lo nota!
Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja.
Ya mira, ya se incomoda,
Ya se levanta y se va...
¡Vaya con Dios la gran loca!
Carolina Coronado
Elena Marqués