Dicen los síntomas o la corporeidad del lenguaje
A los hipocondriacos cada síntoma debe presentárseles como una verdadera maldición. Para ellos, cualquier tipo de señal del cuerpo, más que decir, más que hablar, les grita cosas terribles, los aproxima irremediablemente a la muerte.
Y a la muerte en una habitación de hospital espera la protagonista de esta extraordinaria novela de Bárbaro Blasco que se alzó con el Premio Tusquets de Novela en 2020. Un año que nos mantuvo, en esta ocasión a todos, a los hipocondríacos y a los despreocupados, pendientes del más leve indicio de enfermedad, obsesionados por las despedidas, o más bien por la falta de ellas, pues nada hay tan triste como no poder decir adiós a nuestros seres queridos.
Quizás como una burla anticipada, porque la vida es irónica como ella sola, el personaje creado por Bárbara Blasco se enfrenta a una larga despedida del padre. Un padre con el que no mantiene una buena relación. Una despedida, pues, (in)deseada. Aun así, se siente obligada a seguir la agonía en un tiempo elástico que se alarga pero que en absoluto se nos hace largo. Quizás para asegurarse de que el paso se produce. Aunque le cueste fingir, interpretar el rol que le corresponde, junto a su madre y su hermana, verdaderas actrices, buenas sabedoras de su papel en la escena. Ejemplos de mujeres reales que todos conocemos, representantes, por una parte, de una generación dedicada al silencio, a la apariencia, al disimulo, a la resignación, a la renuncia, a la hipocresía y a los cuidados (la madre); por otra, de la mujer moderna, prácticamente perfecta, ocupada entre la casa y el trabajo y exenta, por ello, de otras tareas penosas (Esther, la hermana, la niña mimada de la casa); y, por último, de la solterona amargada y cínica que oculta o desvela en su mordacidad, en su sinceridad avasalladora, tanto dolor antiguo, tanta rabia. La que por rebelde suena desagradable. La que no acepta el papel asignado y quizás, casi sin quererlo, ha estado malviviviendo todo este tiempo. La que teme la herencia y la enfermedad tanto como desea dejar su propia herencia. La que oculta con el humor, o con su versión más cruel, el sarcasmo, su sufrimiento.
Sé que estoy simplificando mucho, pero prefiero hacerlo así para que la sorpresa de todo lo que nos aguarda sea mayor. Y no solo por el final, que a mí me resulta algo extraño (será porque yo nunca), sino fundamentalmente porque una obra que se desarrolla prácticamente entre cuatro paredes desnudas no resulta claustrofóbica, sino liberadora, catártica. Oscuramente hermosa. Y porque la voz que se eleva desde la primera página es todo un logro estilístico. Original, viva, real, provocativa, fresca, poliédrica, expresa tantas cosas (amargura, deseo, burla, miedo, ganas de vivir) que toda la obra se sostiene sobre ella. Como lo que cuenta, esa voz refleja la complejidad del personaje, sus contradicciones, su propia dicotomía entre el rencor y las ansias de amar y de perdonar, entre la muerte a la que está a punto de asistir y la vida que puede brotar de ella. El eros y el thanatos, que es lo que define nuestra existencia y vertebra buena parte del arte.
Por ello, aunque no conocemos el nombre de quien nos habla hasta el final de la novela, cuando los capítulos se acortan y los hechos, a mi juicio, se precipitan, llegamos a ese final sabiéndola bien, conociendo sus obsesiones, sus miedos y sus esperanzas, su valentía, su decisión y algo que comparte con la autora (también con la autora de estas líneas): su amor por el lenguaje.
Desde luego, el trabajo de Bárbara Blasco en este terreno es soberbio. Construir una historia tan simple (la trama bien puede resumirse en tres palabras) tiene sus riesgos, y ella los salva con ese manejo impecable de la herramienta esencial de la literatura, la palabra, que se hace poética en ocasiones, que gana en eficacia por medio de la contundencia y la brevedad de las frases, que se acomoda entre la narración y el diálogo, en un buen equilibrio que nos hace avanzar con comodidad por las páginas. Que se adapta a cada personaje, y así se definen, más que por los actos, pues apenas tienen campo de acción, por lo que dicen, o incluso por lo que callan. De ellos mismos y de la realidad.
No he hablado de los dos protagonistas masculinos de la novela; uno de ellos, el padre, aun en coma, de una elocuencia avasalladora. Y sin necesidad de pronunciar una sola palabra. Del otro, el desconocido, que nos seduce desde el principio por su misterio y su soledad, por su aparente adustez, se nos va desvelando poco a poco su riqueza interior, sus parecidos con la protagonista, su capacidad de dar e inspirar ternura, y así termina convirtiéndose en refugio y algo más, y, en un juego de afinidades electivas, a pesar de lo breve de su aparición (estoy hablando más de la cuenta), origen y continuación. Esa «puerta blanca» hacia la vida con que termina el libro y con que termino yo ahora con el deseo de que sean otros los que se animen a interpretar los síntomas, las señales, algunas de auxilio, de la protagonista de esta novela.
Elena Marqués
Bárbara Blasco (Valencia, 1972) ejerció trabajos muy diversos antes de licenciarse en Periodismo. Ha estudiado dirección cinematográfica en el Centre d’Estudis Cinematogràfics de Catalunya y guion de cine en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba. Es autora de las novelas Suerte (2013) y La memoria del alambre (2018), y en la actualidad colabora habitualmente en Valencia Plaza e imparte clases en el Taller de Escritura Creativa de Fuentetaja. Con Dicen los síntomas obtuvo el XVI Premio de Novela Tusquets.