Diles que son cadáveres
Que un libro conduce a otro por alguna mágica relación es una afirmación incontestable. Yo, después de conocer Irlanda de la mano de Javier Reverte, me he visto abocada a viajar de nuevo por ese país y, a través de una recomendación amiga que llegaba desde México, a leer a este escritor veracruzano afincado en España que aúna en la novela Diles que son cadáveres (Mondadori, 2011) muchos de los elementos que me hacen disfrutar de la literatura. Uno de ellos, la creación de una trama ficticia a partir de seres reales (aunque, en este caso, la vida y obra del personaje elegido para la fabulación, el poeta francés Antonin Artaud, tenga más de surreal que otra cosa) en un juego de ingenio que nos hace tambalearnos sobre ese estrecho filo que separa ambos mundos para trascender, de esa manera, el mero artificio, que pasa a tener tintes metafísicos. De hecho, en el libro se recoge una cita del libro de Artaud Héliogabale ou l'Anarchiste couronné, cuya autenticidad no sé si poner en cuestión, que parece revelar el modo en que se compone esta novela: «Los datos son verdaderos, todos los eventos históricos cuyo punto de partida es verdad son interpretados, muchos detalles son inventados». De hecho, ni siquiera los personajes son siempre lo que dicen ser e incluso se ven capaces de ofrecernos un buen psicodrama dentro de una furgoneta por los caminos de la verde Irlanda.
A eso se añade un tono que aprecio y alabo por resultarme tan complejo y, a la vez, necesario en este caso, como es el del humor, presente en lo barroco del lenguaje y en una mirada que solo puede recordarnos al barbudo Valle-Inclán paseando por el Callejón del Gato. Es notable cómo el autor se eleva a conciencia sobre esas caricaturas en que a veces devienen los protagonistas de esta historia (algunas descripciones son sencillamente geniales, por gráficas y, a la vez, distorsionadas; véase, por ejemplo, las que corresponden a Monsieur Lapin y su esposa Delfina, animalizados no solo por sus respectivos nombres, o la secretaria-gorila), que es también una historia de aventura clásica en la que los héroes, o, mejor dicho, antihéroes, una especie de comunidad del anillo más que grotesca, pues su misión es tan inútil como la misma poesía que los mueve, se empeñan en la recuperación de un objeto mágico-fetichesco, si es que ese término existe (debería existir para explicar el concepto que tengo en mente), del mismo modo que los protagonistas del flashback del que a continuación hablaré se habían afanado por devolverlo a su lugar de origen.
He dicho antes «lenguaje barroco» y lo confirmo; pero, muy lejos de suponer algo negativo (yo adoro el barroco, el neobarroco y todas sus variantes, aunque también me cautivan los minimalismos expresivos, la contención capaz de elevadas cotas comunicativas), Diles que son cadáveres no se entendería sin esa forma de expresión desorbitada, incluso paródica, plagada de adjetivos y puntualizaciones atinadísimas, más comparaciones y otros tropos que traslucen una febril imaginación que casa bien con lo que de «autobiográfico» pueda tener la obra, pues tanto Soler como el protagonista de este delirio cumplieron su cometido de agregados culturales en Dublín y seguramente ambos caminaron reflexivamente por la playa joyceana de Sandymount Strand cavilando sobre su triste condición de funcionarios de la cultura; labor que tanto en la realidad como en la ficción debe manejar pocos fondos y conducir de algún modo a la melancolía, por eso de los esfuerzos inútiles, etcétera. Además, no dudo de que ambos, autor y protagonista, compartirán lecturas y obsesiones literarias, que no en otra cosa se convierte la antología de Antonin Artaud que el agregado cultural de México en Dublín andaba componiendo, como se comprobará al final del libro y ya anunciaban no solo las dos citas que lo preceden, sino algún dato patológico diseminado en el texto como la arena de Sandymonut Strand se esparce sobre la alfombra diplomática, pues entre la obcecación y el abismo de la locura tampoco hay límites muy ciertos.
Esos paralelismos entre autor y personaje se extienden aún más allá, y, en el flashback por el que conocemos el periplo del poeta francés a México en busca del mundo precristiano vigente entre los tarahumaras, reconocemos alguna escena vivida por el agregado cultural antes de iniciar su propio viaje desmitificador (desde luego, aquí los viajes se revisten de un aura cómica que dista mucho de las primeras odiseas y de apuntar a la mera metáfora de la vida como camino) en busca de la reliquia artaudiana, que se erige en esa función objetual definida por Propp en su estudio de los cuentos populares aunque sus cualidades mágicas solo pudieran ser convocadas por la falsa ensoñación de unas setas compradas a un marinero colombiano antes que por el peyote ingerido por Artaud, quien, internándose en la sierra como los protagonistas de esta historia se adentran en el pasado celta de Irlanda, con parada incluida en Cnoc na Teamhrach, la Colina de los Reyes o, qué casualidad, the Hill of Tara, inicia así su fase de locura crística, o, simplemente, de locura.
En fin, no quiero adelantar mucho más, no quiero detenerme en la importancia del equívoco, la narración de determinadas anécdotas, divertidas o más bien tragicómicas (la salida del «carnicero de Antrim» en vehículo oficial desde Irlanda del Norte no tiene desperdicio), que conducen a un final tan irremediable y bien atado como efectivo, sino limitarme a recomendar esta amena aventura novelada por un autor del que apenas sabía nada hasta ahora, pero que añado a mi lista de lecturas con el convencimiento de que no habrá de decepcionarme.
Elena Marqués

