El arte del dolce far niente
El sábado pasado los componentes de la consulta del doctor Goodfellow, más algunos de sus adláteres, gozamos de una jornada de reflexión muy completa. Con el Atlántico de fondo, alcohol en dosis moderadas y un arroz a la Valderrama a la sombra de un olivo, tuvimos la oportunidad de vernos en un foro muy distinto al que estamos habituados: una librería, una presentación, un recital…, o incluso entre las casetas de la FLS debajo de un paraguas.
No voy a hacer aquí un resumen de las películas que repasamos, las fobias y filias que cada cual manifestó con absoluta desvergüenza, el repaso a personajes peculiares de nuestra infancia, las historias que demostraron nuestro afán literario, las risas que acompañan a toda reunión de amigos que se precie. En lo que quiero poner el acento es en la maravilla que resulta el deslizarse en ese arte tan difícil del dolce far niente.
Una, que adora todo lo que provenga de Italia, desde la pasta al David de Michelangelo, y que normalmente trabaja por encima de sus posibilidades; una, que considera la pereza, posiblemente porque así lo aprendió en el catecismo, como un pecado capital y, por tanto, algo rechazable por sistema, disfrutó como una enana vagueando como si no hubiera un mañana. Por supuesto eso fue posible porque uno de nuestros doctores más conspicuos ejerció de cocinero con todo éxito, y porque, en mi caso, ni siquiera me permití conducir hasta nuestro destino, al que hacía más de veinte años que no iba y me pareció tan idílico como en la lejanía del recuerdo.
Sé que amenazo siempre desde esta ventana con detenerme, y que luego no lo hago; pero, si tiro de resultados científicos, que hablan de los beneficios de la relajación del cuerpo en la posterior eficiencia de la mente, no voy a tener más remedio que rendirme. Lo malo es que, como a veces soy algo extremista (se oyen carcajadas de fondo), no sé si, después de una verdadera pausa, seré capaz de incorporarme a las filas de la gente activa.
Mientras sí y mientras no, se me antoja apuntarme a una competición que la artista surcoreana Woops Yang ha creado, llamada Space-Out, en la que gana aquel que no haga absolutamente nada durante hora y media. Realmente es poco tiempo, en el que tienta echarse a dormir. Ocurre, sin embargo, que la siesta te descalifica (toda contienda tiene sus reglas), así que imagino que, antes de inscribirme en la justa de marras, tendría que hacer algún curso de relajación, dos años de yoga y un máster en mindfulness, además de ahorrar bastante para viajar al Extremo Oriente, pues, por lo que sé, aún no se practica por estos contornos. O liarme la manta a la cabeza y organizar el primer space-out a la orillita del Guadalquivir, que es otra posibilidad. Claro que entonces ya estaría haciendo algo, y eso va en contra de los principios que estoy defendiendo ahora.
Así que solo me queda como opción esperar a la próxima reunión goodfellowiana, cuya fecha ahora no recuerdo, pero sé que está puesta porque nosotros somos más ordenaícos que la Marie Kondo y todas sus sectas, y disfrutar debajo del primer árbol que se nos cruce, sea de la especie que sea. Mientras dé buena sombra…
Elena Marqués