El autor y su texto
El mes pasado participé como ponente en un curso sobre novela en la sede onubense de la UNIA. Me correspondía hablar sobre el escritor y los distintos tipos de narrador, y para su preparación repasé algunos textos antiguos que siempre me parecieron de interés. Me refiero a Qu’est-ce que’un auteur? (1969), de Michel Foucoult; y La muerte del autor (1968), de Roland Barthes, que, aunque algunos puedan pensar, por las fechas, que se han quedado anticuados, con solo leerlos comprobarán que en absoluto, y además los recomiendo, pues no solo escucharemos a dos de los más importantes teóricos de la literatura del siglo pasado, sino que es posible que se nos bajen un poco los humos en esa nuestra orgullosa facción «escritoril». Me explico muy por encima por falta de tiempo y espacio.
Barthes hacía notar, ya a finales de los sesenta, la tendencia a estudiar la literatura en relación con el autor de las diferentes obras; disposición visible en los libros de historia, los manuales sobre la materia, la posición de la crítica, el interés exacerbado por las entrevistas a las figuras de las letras y la constante producción de biografías sobre ellas; cuestiones de las que hoy en día seguimos sin librarnos pues el autor continúa siendo el elemento que domina el sistema cultural y toda explicación de la obra se busca en su figura, su vida, sus vicios, sus gustos, sus pasiones... Los mismos profesores se afanaban en recordarnos, la mayor parte de las veces, que la poesía de Baudelaire se explica por el fracaso de Baudelaire como hombre; la pintura de Van Gogh es solo producto de su locura; la música de Tchaikovsky, derivación de su vicio. Así fue, en efecto, como nos enseñaron a hacer los comentarios de texto, en los que se nos daban como claves para su interpretación elementos de la vida de su autor y sus circunstancias. Una vez conocidos estos, lo demás se explicaba por sí solo.
Sin embargo, lo que Barthes viene a decir es que el origen de una obra no está siempre en la dimensión más personal de su autor, y de ahí que no debamos identificar del todo a este con la persona. El texto, de hecho, es un cúmulo de «citas» provenientes de los mil focos de la cultura. El sentido de una obra, o los sentidos que instaura la escritura, no se pueden buscar en una persona, en su autor, en sus vivencias o creencias, porque el que finalmente recoge la multiplicidad contenida en ella es el lector, y el verdadero protagonista deben ser el lenguaje y lo que resulta de su juego de infinitas combinaciones. Además, si nos guiáramos exclusivamente por las simpatías o antipatías que nos provocan los escritores, o incluso si los desecháramos por mostrar ideologías diferentes a las nuestras, puede que no leyéramos nunca a Céline, ensombrecido por ese pasado como colaboracionista nazi que lo ha perseguido más allá de la tumba; a T. S. Eliot, en cuya obra se aprecia mucho antisemitismo y no digamos racismo; a Flaubert, que pagaba por tener sexo con adolescentes; a Agustín de Foxá, que militó como falangista; o a Chaves Nogales, recuperado del medio olvido hace unos años cuando nunca se caracterizó precisamente por partidismos sino por exponer con total lucidez las barbaridades cometidas por los hombres independientemente de bandos y doctrinas. Ha sido precisamente la lectura de El maestro Juan Martínez que estaba allí, del periodista sevillano, y algunos comentarios que ha suscitado la foto de su cubierta, subida por servidora para recomendarlo a Instagram, Facebook y otras redes sin red, lo que me ha hecho acordarme de esa charla en la sede onubense de la UNIA y traer esos conceptos hasta aquí.
Así que, solo pensando en el beneficio de la historia de la literatura, eso de conceder relativa importancia al autor y separarlo, por supuesto, de la persona real, que es a la que le achacaremos todos esos defectos que puedan resultarnos humanamente molestos, nos resulta muy conveniente, y a eso os conmino desde esta ventana medio abierta para que no entren los mosquitos y moscones que aún habitan este final de verano. No nos dejemos llevar por elementos externos a la literatura. Démosle a ella el sitio que le corresponde en el sistema. O subvirtamos este, que buena falta le hace.
Elena Marqués