El color de los ángeles
Recrear a un personaje del que tanto se ha dicho, alguien de carne y hueso pero con el extraordinario poder de evocar lo sagrado en la inasible carne de los ángeles, es el «trabajo» al que se ha enfrentado Eva Díaz Pérez, hay que decir que con maestría y acierto, en esta novela centrada en el pintor Murillo, en el hombre Bartolomé Esteban y en la ciudad de contrastes que era la Sevilla del siglo XVII.
Es difícil fabular sobre hechos históricos, sobre personajes que existieron y que apenas podemos conocer a través de sus obras, aunque sobre la vida del amable pintor de lo divino se tienen bastantes datos.
Se dice del maestro sevillano que era hombre bueno, dado a la caridad, a repartir limosnas. Que tuvo gran éxito en su tiempo. Que recibió encargos importantes para conventos e iglesias. Que su obra se reparte por buena parte del orbe por unos motivos u otros. Se conocen los nombres de sus padres y hermanos, los lugares donde residió, el taller donde dio sus primeras pinceladas. También su labor en la Academia, sus escasas enemistades (la de Valdés Leal, un personaje bastante más oscuro que el que nos ocupa), su sufrimiento como esposo y padre al despedirse tempranamente de su querida familia. Todo eso aparece en esta novela, que, con un Murillo envejecido y maltrecho tras caer de un andamio mientras pintaba Los desposorios de Santa Catalina como punto de partida y dividida en tres partes encabezadas por otros tantos títulos de terminología pictórica, hace un recorrido no solo por su dilatada existencia, sino por la de buena parte del siglo en el que la ciudad del Guadalquivir empezó a perder su supremacía en la ruta de las Indias (aunque aún asistiremos con el jovencísimo Bartolomé al desembarco de sedas, especias y «animales que parecían inventados» desde la azotea de su casa de la collación de San Pablo). Pero ¿cómo imaginar, pues no otra cosa se puede hacer, la vida diaria del maestro de las inmaculadas sin que se tache de falsario a quien la trace?
Eva Díaz consigue el milagro porque, junto a personajes reales (y junto a cuadros que existen, en los que coloca los angelicales rostros de los hijos fallecidos del pintor), inventa otros igual de creíbles, y, como el maestro, capta lo esencial. Así como Murillo retrató una época, con sus luces y sus sombras; endulzó el sufrimiento; acercó lo divino a lo terreno y buscó el sonido de los Tintoretto y su inexplicable y prodigioso azul (con «Azul de ultramar» se inicia el libro, con la afirmación «Sus cuadros respiraban» que resume a la perfección la sensación de realidad que su contemplación nos deja), la autora nos hace adentrarnos, con todo el léxico propio del momento y el saber que le ha debido aportar una profundísima documentación, en un obrador, y oler los ásperos pigmentos, los polvos de cochinilla de las tierras exóticas y el barro de Sevilla para los claroscuros de las escenas sagradas; acompañar a moribundos y aspirar el hedor a podredumbre de la enfermedad y la fiebre (también los aromas particulares de los árboles de la falsa pimienta); escuchar el crujido de las telas y conocer el nombre de las prendas que con ellas se cosían; acariciar los pañuelos perfumados de un duque y recorrer su laberíntico palacio; sentir la sed del monte Horeb junto a la fuente de la popular calle Ancha de la Feria (como dice Manuel Jesús Roldán, El color de los ángeles «lleva una ciudad dentro», una ciudad donde convivían la mayor opulencia y la peor de las miserias, una ciudad arrasada por la peste y la riada); y, sobre todo, experimentar el dolor de sus heridas de viejo, sus recuerdos de niño, su «sueño de las Indias», cumplido a medias por cuanto muchas de sus obras partieron para que fueran veneradas en las iglesias americanas; su cariño y su cuidado; y, lo que me parece más certero porque lo hace a nuestros ojos completamente humano, sus dudas.
Sí, el gran artista de lo divino vacila. Le espanta que su inspiración demasiado terrena no sea sino herejía. Que memorizar el rostro y el cabello de una prostituta real para perfilar la imagen de la Magdalena esconda mucho de pecado. Y, por supuesto, teme que sus obras no le sobrevivan. Y ese pensamiento vanidoso, a su vez, le hace arrepentirse de su supuesta inmodestia. Teme, pues, al olvido, sin ser consciente de que no solo está pintando «su» tiempo, sino que en su obra, al reflejar los instantes, está afianzando y afianzándose en la eternidad.
No hay que soslayar el enorme privilegio que nos brinda este texto de asistir a lecciones completísimas de pintura, a la preparación de tablas y colores, al mantenimiento de pinceles, al estudio de la luz según los cambios del día, tanto en la iglesia de san Jorge como en el claustro de San Francisco, así como a los conocimientos médicos de la época, protagonizados por lancetas, sangrías y sanguijuelas. Y, por supuesto, al recorrido por mataderos, con sus jiferos y hampones; por oficios de curtidores y cordeleros, por tabernas donde tomar un cuartillo de vino, por un río para el amor y para la muerte donde recalará su discípulo amado; y a un encuentro del que no se tiene constancia con el pintor del aire, una maravillosa e inexistente conversación a la que tenemos oportunidad de asistir gracias a la magia de lo que hemos venido buscando: literatura.
Elena Marqués
Eva Díaz Pérez (Sevilla, 1971) es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad de Sevilla. Autora de las novelas El club de la memoria (finalista del Premio Nadal 2008), Adriático (Premio Málaga de Novela 2013 y Premio Andalucía de la Crítica 2014), El sonámbulo de Verdún, Memoria de cenizas (Premio Unamuno) e Hijos del Mediodía (Premio «El Público» de Canal Sur), colabora en los periódicos ABC y El País y en la revista Mercurio. En 2013 obtuvo el Premio Feria del Libro de Sevilla por su trayectoria literaria.