El derbi final
El martes 4 de octubre asistí a la presentación del libro colectivo El derbi final, subtitulado con la advertencia «Relatos sobre la rivalidad del fútbol sevillano». La Fundación Cruzcampo acogió un acto multitudinario en el que no faltaron algunos de los máximos protagonistas del deporte universal. En la mesa se sentaron, además de dos de los escritores-seleccionadores, Manuel Machuca y John Julius Reel (seleccionadores de los 28 textos, 14 pergeñados por seguidores del Sevilla y otros tantos por lo que esos mismos dan en llamar «el segundo equipo»), el editor y la necesaria imagen de la institución que nos abría sus puertas, el enorme León Lasa (también en la nómina de autores del volumen) y Joaquín Caparrós en representación del eterno encuentro de los dos equipos rivales de nuestra tierra, aunque el compañerismo y la deportividad se acabaran imponiendo especialmente cuando, tras las palabras de todos, pasamos a degustar unas buenas cervecitas.
Aún no he terminado de leer el libro, con prólogo imparcial de Francisco Correal, pero aprecio en él algo destacable. No hay tantos relatos en el concepto estricto del término, sino, en gran medida, una necesidad de justificar la pasión desenfrenada por los equipos respectivos a través de términos y emociones que se repiten.
Es verdad que los manquepierdistas parecen tener más motivos y argumentos que exponer, más explicaciones que dar de por qué permanecen fieles a su equipo verdiblanco. Ellos han sufrido mucho a lo largo de su historia. Han descendido a segunda, y a tercera; han experimentado el temor a desaparecer acuciados por las deudas. Sin embargo, la afición de la Palmera se define como incondicional, sin complejos, y vive sus trece barras con orgullo. Quizás queden bien simbolizados en una de las frases con que se presenta Marcos Martínez Gutiérrez, que dice ser bético «porque le gusta que lo imposible sea posible», aunque también alguno del otro bando, como Isaac Páez, nos arranca una sonrisa al hablar de su padre, que suspira «cuando le preguntan por el hecho de tener un hijo poeta [...] "Al menos no ha salido bético"».
Y ahí quería yo llegar. Salvo casos excepcionales en que se aterriza en uno u otro equipo sin haber nacido a la orilla del Betis (hay «verdolagas» en Nueva York, donde ni siquiera sabía que el fútbol levantara pasiones), la figura paterna es clave en esta decisión. Decisión que no es tal. Simplemente uno recuerda las primeras visitas a su respectivo campo de su alma, en Nervión o en Heliópolis, en compañía de una mano que lo guía; recuerda los partidos ante la pantalla en blanco y negro de un televisor Vanguard, los bocadillos de chorizo y las pipas Kelia en la grada; las primeras victorias, las copas, los goles en propia puerta..., todo en compañía de quien lo hizo crecer, y sabe que eso es ya para toda la vida. Porque en esa vida no pueden faltar la emoción, el estremecimiento, el cariño, el sentimiento y el mostrarse agradecido por una infancia marcada por el deporte y la sana competitividad; pues, por mucho que Luis y Pove (dos tipos que nos trae el famoso Julio Muñoz Gijón, más conocido entre béticos y sevillistas como @Rancio) se enfrasquen en discusiones estériles o Paco T. y Baby A. en otras algo más violentas, esto del Betis y el Sevilla (creo que se me está viendo el plumero, anteponiendo un equipo a otro) es más o menos como el yin y el yang: no pueden existir por separado. Y enfrentarlos en este derbi literario en el que hasta algún pájaro disecado (por obra y gracia de Pepe Quesada) nos deja las notas de su himno ha sido una idea fantástica que igual debería cundir en otras ciudades donde más de un equipo se enfrasca en sus propias disputas deportivas. Aunque, ahora que lo pienso, no creo que por esas tierras la Cruzcampo sepa como al final de Luis Montoto...
Elena Marqués