El diagrama colérico
Desde que conociera a David Fernández-Viagas con Días naturales hasta este segundo volumen de relatos, han pasado algunos años. Y compruebo que el autor los ha aprovechado bien para crear de nuevo ese ambiente fantástico (léase pensando en las acepciones 2 y 4 del término), esa «atmósfera íntima y misteriosa» (muy adecuada resulta para el caso esta frase de «Virutas») dominada por los astros («Regreso a Berkeley»), las líneas de la mano («Demasiados bombones amargos»), la telepatía («Siete minutos escasos») y otros sucesos inexplicables. Parece que a Fernández-Viagas le gusta envolver con un fatum irremediablemente activo sus historias de amor y desamor. Y, recordando al eterno Horacio Quiroga, también de locura y de muerte.
El diagrama colérico se inicia con un preámbulo en el que, siguiendo la fórmula grecolatina del manuscrito encontrado, y tras confesar la pérdida de uno propio de cuya calidad y contenido duda[1], se adueña de estas 18 narraciones ajenas de varia extensión (alterna relatos con microrrelatos, que no desmerecen en calidad a los primeros) que constituyen este libro de extraño nombre[2]. De hecho, se asegura de apostillar la obra con el sintagma «El manuscrito de la línea 22». De esa manera, creo yo, «se protege» de posibles críticas a su creencia, o al menos aceptación, de los fenómenos sobrenaturales que concurren en ella y borra las ya de por sí difusas barreras entre la realidad y la ficción, entre el arte y la vida (léase «Virutas», donde ciertas construcciones escultóricas se avienen a la perfección a los deseos de carne y hueso de los cuerpos; léase «Mi encuentro con Henry», en el que un libro hace al protagonista recuperar los sabores de su infancia), de modo que verosimilitud y sorpresa puedan convivir en un mismo espacio. A ello contribuye el carácter del narrador, que, como en el caso de Días naturales, se salvaguarda en la mayoría de los casos en una omnisciencia clásica[3] y describe con naturalidad no exenta de fino humor los acontecimientos más increíbles en un presente que acerca con mayor dinamismo los hechos al lector. Un presente desde el que no duda en remontarse al pasado, en ocasiones turbio, para que comprendamos mejor, si esto es posible, pues sus mismos personajes no entienden muy bien lo que les sucede ni consiguen controlar sus acciones. Un presente que, siguiendo el papel de la memoria, reinventa lo sucedido, como en el caso de «Con todo el bien que el mal contenga», símbolo de la propia escritura en el que la coprotagonista «va componiendo entonces una biografía ideal de su vida en común»[4]. Un presente en el que se abren distintas alternativas o incluso la posibilidad de que todo quede en entelequia, en proyecto, en puro sueño («Tenemos tiempo hasta que se seque»). Un presente que se desdobla por una hoja de calendario arrancada a destiempo en un relato en el que Fernández-Viagas deja traslucir sus lecturas borgesianas y su solvencia a la hora de asimilar lo mejor de la literatura neofantástica para devolvérnosla innovada y plurisignificativa. Un presente, su presente, en el que las relaciones humanas parecen condenadas a la soledad, pero también a reiniciarse, normalmente tras un accidente que cambia el rumbo de sus vidas o por decisiones sometidas a los designios del juego o de la quiromancia («Mi encuentro con Henry» me ha hecho recordar al cortazariano «Manuscrito hallado en un bolsillo»), y que nosotros, los lectores, por influjo de su peculiar narrador, intuimos abocadas al fracaso.
En cuanto al estilo de Fernández-Viagas, este puede resumirse en un eficaz modus operandi a base de acertadísimas asociaciones que provocan laberintos lingüísticos combinados con oraciones escuetas y contundentes; la mesurada distribución de paréntesis a modo de los apartes teatrales; una elegante naturalidad; escasos diálogos en favor de la pura narración, que no por ello ralentiza la acción, sino todo lo contrario; un manejo magistral de la intriga y de los dobles sentidos…
Porque, a pesar de esa omnisciencia narradora, los relatos rara vez tienen un final cerrado y/o una interpretación unívoca. Pongo el ejemplo del Antonio de «Con todo el bien que el mal contenga», que, al calzarse una agorera chupa de cuero, no se sabe por qué alineación de los astros (no en vano forma parte de la sección «Los mandatos del cielo»), es conducido de nuevo al amor de su vida. Pero ¿quién dice que esta historia no se iniciará de nuevo, como un maleficio, de la misma manera que es posible que se repitan ciertos ritos de criovudú?
No deben pasarse por alto los guiños de los títulos de relatos glosados en posteriores historias («el bien que todo mal contiene», sobre el que reflexiona el Juan de «El ermitaño y nueve más», parece recordarnos a «Con todo el mal que el bien contenga», con el que guarda semejanzas temáticas; el final de ese mismo relato concluye con «un mandato del cielo» que remite al título de la primera sección); los elementos aparentemente inocentes que reaparecen en uno y otro lugar (las piezas de dominó presentes en «Anomalía» y «Mi encuentro con Henry»); los personajes que bien podían cruzarse de un relato a otro (los nombres se repiten) como se cruzan las palabras en un crucigrama. De hecho, es en ese relato «De cómo el inconsciente colectivo puede conseguir alisar una alfombra», pórtico del tercer bloque de relatos, que se llama precisamente «Afinidades», entendidas estas como «indudable parentesco espiritual» entre los miembros de una pareja (o lo que viene siendo el amor, la única fuerza a cuyo poder el autor, después de este periplo, parece dar crédito), donde Fernández-Viagas alude al concepto de sincronicidad de Jung; ese que define la simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido pero sin causa aparente que nos remite a la magia surrealista del azar y las coincidencias y que confirma al libro como el gran diagrama colérico que es.
«Fuera lo que fuese, tuve la sensación del instante mágico». Creo que esta frase de «Mi encuentro con Henry» resume muy bien mi propio encuentro con este nuevo libro de David Fernández-Viagas. Al fin y al cabo, en eso consiste la buena literatura: en conseguir que sintamos algo difícil de explicar. Ese «trastorno lector» que nos conduce a la preocupación de qué va a pasar con nosotros al doblar la siguiente página.
Elena Marqués
David Fernández-Viagas, nacido en Santa Cruz de la Palma (Canarias), aunque se considera sevillano, fue codirector de Rara Avis. Revista de Literatura. Ganador del Premio Grupo Correos de Relatos (Madrid, 2003), en 2014 publicó su primer libro de cuentos, Días naturales, que fue reeditado en 2017.
[1] ¿No es ese niño de la obra extraviada representación de su propio quehacer literario, que, por miedo escénico, considera prematuro exponer al peligro de nuestros ojos?
[2] Aunque no debería resultarnos tan extraño, pues ¿qué otra cosa se nos ofrece sino una representación de elementos interrelacionados entre sí, como los esquemáticos diagramas científicos?
[3] Me resulta especialmente acertado el manejo, en sentido literal, de los personajes de «Blanco espectral» por parte del narrador, así como la forma despersonalizada de contar, al modo de los atestados policiales, un episodio tan dramático.
[4] Hay otras muchas referencias al papel de la palabra como fuerza superior que condiciona o dicta lo que habrá de suceder. Piénsese en la «lectura en paralelo» que hace el protagonista de «Mi encuentro con Henry» del famoso libro de las novecientas páginas, sus viajes en el tiempo y sus mágicas confluencias. O en los términos que delimitan el entorno donde se desenvuelve el relato de metonímico e irónico título «De cómo el inconsciente colectivo puede conseguir alisar una alfombra» (aprovecho para hacer notar lo buen «titulador», si ese nombre existe, que es el autor), encontrados misteriosamente en las definiciones de un crucigrama. O sea, en un juego, otro actante destacado en sus relatos, especialmente en la condicionada «elección» del amor.