El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo

De vez en cuando, entre ficción y ficción, resulta conveniente volver los ojos a la realidad. Porque esta, como siempre, y según reza el dicho, suele superar a aquellas. Así, la lectura de El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, el amenísimo estudio de Irene Vallejo sobre los orígenes del mejor y más asombroso instrumento del hombre según Borges, nos sumerge en un viaje de consecuencias imprevisibles, en una fantástica ensoñación como es, por ejemplo, imaginar a aquel individuo lejanísimo del Próximo Oriente que llegó a crear por abstracción los símbolos del alfabeto y produjo, sin saberlo, la primera gran revolución de la historia.

Pero no se centra Vallejo solo en el nacimiento y evolución de ese objeto mágico que nos acompaña en nuestro periplo y ocupa nuestros estantes como un miembro más del núcleo familiar. Su recorrido supera toda expectativa al recordarnos también la antigüedad de ideas que nos parecen de antesdeayer (el sistema heliocéntrico, la máquina de vapor, el chovinismo, los salones literarios a lo Mme. de Staël, el género de la autoficción o de la poesía social, o incluso el realismo mágico), lo que debería bajarnos los humos a quienes nos ensoberbecemos, no se sabe por qué motivo, de «nuestra condición de hijos del progreso». Jamás habríamos llegado a este punto (que, por cierto, no necesariamente es mejor) de no ser por todo lo anterior. Porque, frente a la arrogancia contemporánea de los que parece no pueden vivir sin el último invento electrónico o informático y miran por encima del hombro a los más o menos analfabetos digitales, se demuestra que los avances de hoy caen muy pronto en la obsolescencia, mientras que «cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene». Y el libro, aunque haya cambiado varias veces de formato, sigue teniendo el mejor de los futuros.

La cuestión es que, y aunque parezca una ironía o incluso una irreverencia, como he sabido de El infinito en un junco en pleno confinamiento, lo he leído en digital, la forma quizás menos adecuada de adentrarme en la aventura de ese gran hallazgo cuya historia recorremos desde el soporte de piedra, barro, madera o metal al pergamino, desde el cálamo al bolígrafo, desde el rollo al códice, desde la biblioteca de Alejandría, con su museo correspondiente como fórmula no solo de conservación de la memoria, sino como antecedente de los actuales centros de investigación, a la «conversación universal» que alienta hoy la red de redes; desde Demetrio de Falero y Calímaco, los primeros bibliotecarios de la historia, hasta las herramientas de búsqueda y los repositorios de hoy. En definitiva, desde el helenismo, «primer relato común europeo», hasta la globalización, teniendo en cuenta que en ambos casos lo que une a los hombres es «una urdimbre de palabras, ideas, mitos y libros». Porque, «cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños».

Pero un estudio de estas características, erudito y, a la vez, didáctico y entretenido, donde no faltan las pinceladas de humor y sus buenas dosis de crítica, no hubiera sido posible sin la pasión que traslada la autora en cada una de sus páginas. Su voz se incluye a través de pequeñas anécdotas que jalonan su vida de investigadora, pero también su niñez, en la que siempre estaban presentes las letras, cuando aprendió que su mundo «es solo uno de los muchos mundos simultáneos que existen, incluidos los imaginarios»; su estructura se dirige a romper el hilo cronológico y hacernos navegar, como en un imprevisible viaje homérico, recalando en islas y meandros, deteniéndonos en ciertos autores y determinados hitos.

Así, conocemos la esmerada y durísima educación del escriba; nos enteramos de que en la Edad Media aún se leía en voz alta, como los niños que se inician en la escuela en el deletreo; que la forma de alimentar las bibliotecas pasaba por encargar costosas copias que podían introducir leves cambios en el original e imagínense ustedes el descalabro; que precisamente la fijación por la escritura de los primeros poemas épicos suponía elegir entre una de sus muchas versiones e inmovilizarla para siempre; que también la escritura permitió fijar el pensamiento abstracto y gracias a ella nació la filosofía; que la primera firma conservada en un texto es femenina (una tal Enheduanna, princesa de Mesopotamia, que yo, por supuesto, desconocía), del mismo modo que el primer fan de la historia fue de Cádiz y viajó hasta Roma solo por ver de lejos a su ídolo, que en este caso no era un cantante de rock ni un jugador de fútbol, sino el historiador Tito Livio (parece que hasta en eso del fanatismo hemos ido a menos); que la cultura y la educación tenían importancia para los primeros políticos (échense aquí unas risas); que el gran impulsor de la Revolución Cultural china, que arrambló con libros e intelectuales, fue en sus orígenes librero (sabía, pues, del poder de la palabra escrita y de la fuerza de los mensajes del pasado); que precisamente de esas tierras y de la mítica Samarcanda llegó a la Península el increíble regalo del papel; o que el creador de la imprenta fue, antes que eso, tallador de piedras preciosas, como si por oficio estuviera destinado a labrar la joya de todas las invenciones.

En fin, os abro, pues, la puerta a la lectura de este homenaje a la cultura que se inicia precisamente con un cúmulo de citas muy significativas de las que quiero destacaros la última, del sabio Emilio Lledó: «El libro es, sobre todo, un recipiente donde reposa el tiempo. Una prodigiosa trampa con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron esa condición efímera, fluyente, que llevaba la experiencia del vivir hacia la nada del olvido». O, en palabras de la propia Vallejo, que me recuerdan a otras leídas muy recientemente en un texto que también me atreví a reseñar por aquí, en los libros volcamos «las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él».

Elena Marqués

Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), doctora en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia, es autora de las novelas La luz sepultada y El silbido del arquero. También ha cultivado la literatura infantil y juvenil con las obras El inventor de viajes y La leyenda de las mareas mansas. Colabora con el periódico Heraldo de Aragón. Fruto de ese trabajo ha publicado dos libros recopilatorios de sus columnas semanales, El pasado que te espera y Alguien habló de nosotros.

 

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