Eterno amor
Que el manejo de la brevedad es un don lo estoy comprobando en estos días. Y que la concentración poética solo puede ser beneficiosa para un texto como este. Es admirable la forma de encerrar, en unos pocos términos bien elegidos, todo un universo; de describir, por ejemplo, con cuatro pinceladas («Su mirada no era santa. Sus palabras tampoco. Tenía rasguños en las manos»), el carácter de un hombre. Con qué acierto se emplean y brotan la sugerencia, las múltiples connotaciones que se derivan de una simple escena. Si sabemos mirar.
Como puede comprobarse en otros libros suyos, Pilar Adón siente inclinación por la naturaleza. No creo que sea, pues, gratuito que inicie esta novela corta o relato largo (no lo tengo muy claro, aunque importa poco) con la oración «La residencia estaba llena de plantas» y una pequeña pero gráfica descripción, a brochazos, sin apenas verbos (así se detiene el tiempo, como, en efecto, ocurre en Eterno amor), de un rincón concreto del espacio algo claustrofóbico, aislado del mundo[1], donde se va a desarrollar la acción mínima de este mágico relato.
La trama es sencilla. Un grupo de mujeres innominadas consagradas al cuidado de unos niños que se presumen problemáticos. (Algo más adelante se dice que son beguinas, pertenecientes a una orden religiosa que yo ubicaba en los Países Bajos). Unas normas de estricto cumplimiento. Muchos rezos, mucho sentimiento de culpa, mucha medicación. Un adolescente, el número 53 (también llamado Hijo Agua o Hijo Iluminado), que se niega a salir de su encierro (y por qué habría de hacerlo) y con el que debe contactar una de ellas, la voz en primera persona que nos conduce por estas páginas, después de que otras muchas lo hayan dejado por imposible. Solo así, por su comunicación a través del ordenador, más otros datos que se desperdigan por el texto, sabemos que la acción se desarrolla en nuestros días. La forma austera de vida y el aislamiento, la falta de contacto con la realidad exterior, el estatismo, frente al cambio que la misma voz narrativa dice en ocasiones añorar, bien podían anclarnos en un mundo intemporal y espiritual en el que el amor del título se erige como fuerza motriz sin necesidad de contacto alguno, solo por la solidez del lenguaje («las palabras guía, las palabras fetiche»). Y de repente, por no se sabe qué motivo (el misterio es un protagonista más de la historia), la actividad normal se ve interrumpida por la llegada de un preceptor que desbarata demasiadas cosas, que rompe la paz con su actitud burda e impropia.
El drama está servido. La introducción, dentro de la calma, de un elemento discordante. Un hombre entre tantas mujeres. Un zafio entre seres contemplativos. Se espera un giro, un cambio brusco que sucede. Aunque no es lo que esperábamos.
También la atmósfera resulta extraña y absorbente. A quienes vivimos en la vorágine del mundo, el orden y el silencio que se describen, en comunión con la tierra (así nos lo cuenta la voz narrativa, asimilándose de algún modo, entre olorosos sustantivos, a la vida botánica) y las sagradas obligaciones cotidianas, nos puede, por el contrario, desasosegar. La misma puerta cerrada ya es un motivo de inquietud. Conocemos a Lemuel (otro nombre para el niño encerrado, dado, en esta ocasión, por su nueva ¿terapeuta?) a través de sus reacciones imaginarias. Ignoramos su aspecto y el porqué de su renuncia a interactuar con el resto de los muchachos. Los detalles de la relación con su hermano gemelo, que nos abre una nueva desazón, pues en principio deducimos una lucha, odio en lugar de amor. Incluso que él mismo se ha deshecho de él, de su otro yo (¿no es el tema del doble siempre tan fértil?).
Porque debajo de esta sencilla trama se mueven varias dualidades. El sedentarismo de las hermanas frente al libre deambular del preceptor. Los aplausos de la vida pública y el reconocimiento social (aunque la narradora ansía el de la madre: que cada uno lo interprete como quiera) frente a la humildad de la reclusión y el ascetismo. La oración y el trabajo frente al pecado. De hecho, el diálogo entre la madre y el preceptor no es sino una constante oposición, una inútil dialéctica lejos del entendimiento, pues hasta interpretan de modo distinto una misma palabra («—De nuevo juega con el lenguaje. Le gustan los trucos», dice en un momento dado la madre Sandra). También Lemuel y su hermano (¿dos ángeles caídos?; la sabiduría del joven prisionero, desde luego, da mucho que pensar, tiene algo demoníaco), aunque gemelos, no son iguales.
Por último, no puedo dejar de elogiar las ilustraciones de Kike de la Rubia, que tan bien complementan la historia. Dibujos sencillos, casi esquemáticos, y muy inquietantes que contribuyen, desde su silencio verdiazul, a que el lector se sumerja en la historia y llegue a su final sin saber muy bien qué ha ocurrido antes sus ojos y por qué. Si hemos asistido a algo real o a una hermosa alegoría. Si los sentidos (el cuerpo) nos han engañado o debemos dejarnos llevar por las sensaciones (el espíritu). Como si eso, tras conocer el verdadero y eterno amor, el amor desinteresado y puro, ese gran misterio, tuviera alguna trascendencia.
Elena Marqués