Fantasmas
La casa tiene vistas al cementerio, donde descansan buena parte de los vecinos y un estrambótico pintor haitiano que allí se fue a morir hace unas décadas. Algunas noches nadan por entre las tumbas los cocuyos salvajes. Es hermosa su luz fosforescente. En un rincón del camposanto hay un sepulcro chiquito lleno de crisantemos. En él descansa una niña llamada Áurea, que murió de unas extrañas fiebres a principios de siglo. Las malas lenguas dicen que fueron el negro y sus hechizos los que se la llevaron, y por eso crece sobre ella un precioso ombú, para intentar protegerla de las inclemencias de la eternidad. Llueve. Ante la ventana corre un río de barro. Las paredes rezuman humedad y tristeza.
En el sofá, con una manta y un libro, la mujer enciende el televisor y espera pacientemente a que, tras un fantasmagórico chisporroteo, se distinga la imagen. Cuando por fin aparece, cree que es un reflejo de su propio rostro, hasta que comprueba cómo rompe a hablar para dar las noticias.
El soniquete la adormece. A la segunda cabezada da un respingo. Algo flota en el aire.
Con el libro aún en la mano se dirige hacia la planta alta. En la hornacina que se abre en el rellano se refugia una extraña figurita. Es una imagen muy pequeña y desgastada. Cuando compró la casa intentó quitarla, por una especie de mal presentimiento; pero aquel muñequillo se resistió con una furia infernal. Así que allí se quedó, amalgamado con la piedra.
En ese momento se apaga la luz. Por la escalera no huele a hortensias como otras veces, sino a una mezcla de crisantemo y niñez.
Golpeándose con los muebles alcanza el descansillo. La linterna y las velas están abajo. Maldice la decisión de guardarlas allí y desciende con cuidado a la cocina.
Ahora lo ve. La puerta de entrada está entreabierta. No sabe cómo ha podido dejarla así. La aseguró con el cerrojo y echó la llave, que a veces se obstruye. De un fuerte empellón corta en seco la corriente de aire que intenta colarse por su casa. Después trastea en los cajones y da con la linterna. De vuelta al salón, un débil hilo de luz fosforescente ilumina sus pasos. Debería acostarse, pero subir se le hace una tarea infernal.
Entonces escucha un murmullo. Posiblemente solo sea un mueble que cruje, un papel que se mueve, una ramita en la ventana de la buhardilla. Fuera, el viento ulula desganado. Piensa en el cementerio. Lo tiene tan cerca. Se le eriza la piel.
Otra cabezada más y luego el frío. Sabe que está todo cerrado. Se incorpora sobre el codo izquierdo y su imagen espectral se refleja en la pantalla oscura del televisor.
El cansancio la rinde y por fin duerme. Sueña con Áurea. Es castaña, de ojos claros y angelicales. Está sentada en el sillón junto a la chimenea. Su rostro ceniciento y su camisón etéreo no le plantean ninguna duda.
—Tengo hambre —dice con voz metálica.
En la alucinación piensa que los fantasmas no comen, no tienen necesidades humanas, salvo las de pasear de vez en cuando por recordar a los vivos su existencia.
La niña la mira, se levanta de un salto y se dirige hacia ella. Sus pisadas no se oyen, como si volara o caminara en una plataforma sin ecos ni sonidos. Le indica con un gesto que la siga y la conduce frente a la cavidad que guarda la muñeca. Con su dedito blanco la señala. La mujer, entre sueños, quiere explicarle que aquella baratija ha quedado para siempre unida a la pared; pero, temiendo alguna mala reacción, la deja que se acerque para que compruebe la dificultad de lograr lo que desea.
Áurea se empina y alarga la mano. Parece obedecer a algún hechizo. La escalera emite un murmullo tenue cuando consigue asirse a la estatuilla, que, sin dificultad, como en las leyendas artúricas, se desprende del muro. Con sonrisa de triunfo, se olvida por completo del hambre que traía, le da educadamente las gracias y se esfuma por el fondo del sueño.
La mujer se despierta y sonríe. No siente miedo, aunque teme que, al subir la escalera, encuentre la hornacina vacía. Quizás debería ir a comprobarlo.
Entonces, cuando se incorpora, se da cuenta que su rostro no está solo en aquel forzoso espejo que le brinda la pantalla del televisor. Junto a ella distingue a una niña castaña, de ojos claros y angelicales, que se esfuma por el fondo del sueño.
Aturdida, le da tiempo a asomarse a la ventana. Desde allí se ve el rincón del cementerio, con su pulcra tumba de flores y su ombú. Bajo el árbol espera un estrambótico negro, que recibe solemne el idolito de la mano de Áurea, le pasa la mano por la cabeza y le dedica una blanca sonrisa agradecida. Corre un río de barro. Las paredes rezuman humedad y tristeza. Algo flota en el aire.
Elena Marqués