Fin
El viernes, con la defensa del trabajo de fin de máster, cierro una etapa vital, académica y profesional tan gozosa como llena de nervios y tropiezos. Raras veces se tienen las circunstancias óptimas para dedicarse a los estudios. Surgen problemas familiares, el entorno casi nunca ayuda, se estropean los ordenadores, se rompen las gafas…; pero siempre he presumido de sortear las adversidades y esta vez no podía ser una excepción. Rendirse es de cobardes, aunque ahora mismo pienso en ponerme frente a un tribunal y me entran ganas de largarme a Baden-Baden pasando mismamente por El Cairo. Hablar en público me resulta casi tan angustioso como enfrentarme a una colonoscopia. Y, aunque soy andaluza, no estoy exagerando lo más mínimo.
Tampoco exagero cuando digo que ha sido uno de los años más enriquecedores de mi existencia, aunque resumir todo el periplo en unas líneas es complicado. Lecturas de autores desconocidos, recuperación de voces amadas que me provocaron y provocan el destello del asombro, aprendizaje de estrategias, enfrentamiento a un lenguaje académico que en mis tiempos de estudiante de licenciatura me resultaba en ocasiones abstruso, opaco, y que ahora soy capaz de descifrar con solvencia, posiblemente porque los años arrugan pero no envejecen…
Pero, sobre todo, además de esos textos saboreados, desmenuzados, sentidos, experimentados, que me han hecho disfrutar y aprender a partes iguales, confieso, remedando a Neruda, que he vivido y que he crecido, porque, aunque suene egoísta, decirme a mí que sí, anteponer mi propio interés a los ajenos, centrarme en algo que sabía me iba a hacer feliz, es un declarado síntoma de madurez del que, una vez descubierto (más vale tarde que nunca), no pienso apearme.
Sé que, como después de todo gran esfuerzo, sentiré un vacío inquieto, una nostalgia tonta, una añoranza de ese ritmo vertiginoso marcado por las videoconferencias y esa fecha damocliana de entrega de trabajos que, en el fondo, te facilitan la tarea. Más de uno no se esforzaría demasiado si no tuviera claras instrucciones de qué tiene que hacer al día siguiente. (Yo misma, sin ir más lejos). Por eso, abierta la veda del estudio, no descarto continuar en la brecha.
Quizás me matricule en algún idioma, no tanto pensando en Baden-Baden como en aprovechar esa juventud mental a la que este curso (es otra de las ventajas del estudio: te hace creer que sigues teniendo veinte años) me ha abocado. Posiblemente continúe escribiendo, sin prisa alguna. Y, con toda seguridad, me mediré en mis salidas y actividades, porque, después de un año de encierro, hasta pensar en encuentros literarios se me hace un mundo, y recuperar la vorágine de intensa actividad que he traído hasta ahora me resulta más penoso que escalar el Everest en chanclas. Insisto en lo de antes: no es una exageración de andaluza.
Me dirán, volviendo esta vez los ojos al refranero, que en el comer y el rascar…; pero también en esa línea antológica confirmo que casa vieja, todo es goteras, y que cada vez me atraen más las actividades sedentariamente vespertinas de leer y escribir en soledad, o, como mucho, acompañada por el sonido otoñal de la lluvia.
Lástima que en ese sentido nada pueda hacer. Salvo cantar y rezar a san Isidro.
Y eso tampoco lo descarto.
Elena Marqués