Generación subway. Breve, VV.AA. Vol. III. «Nada es lo que parece»
Este fin de semana he visitado la Feria del Libro de Trujillo. Además de compartirla con amigos (y esa es la mejor parte); disfrutar de una ciudad tan espectacular como acogedora; firmar algún ejemplar de El largo camino de tus piernas en el stand de Tau Editores, donde me reencontré con Jaime Covarsí y Antonio Burillo; emocionarme con la exposición de Las flores del bien, proyecto dirigido por Cecilio Barragán, catedrático de arte en la Escuela Superior de Diseño de Logroño, y la poeta y amiga Pilar Gorricho, que «trata de rescatar para el ejemplo cívico a personas cuyos hechos se hayan destacado en la ayuda a los demás o aquellas otras cuyos sufrimientos alivian los nuestros al empequeñecerlos» y que os animo a conocer, participé en la carpa situada en la Plaza Mayor en la presentación de la tercera entrega de Generación Subway con uno de mis relatos.
Confieso que aún no he tenido tiempo de leer todo el libro, voluminoso y denso, donde se recogen las voces, entre otras, de mis queridos María Alcocer, Manuel de Mágina, Paz Martín-Pozuelo, Blanca Langa y Vicente Rodríguez Lázaro, más algunos compañeros que tuve la oportunidad de conocer y saludar allí junto a Mónica Sánchez, coordinadora de este tercer volumen de relatos cuyo subtítulo sugiere tantas cosas («Nada es lo que parece»), y los directores de Playa de Ákaba, Lorenzo Silva y Noemí Trujillo
Por supuesto, no puedo dejar de felicitar a los organizadores de la feria, José Cercas e Isabel Blanco Ollero, que hicieron que todo funcionara a la perfección y que también participaban en el proyecto de Generación Subway, y a los que deseo encontrar, si es posible, en ediciones venideras siempre que anuncien mejores temperaturas que las que padecimos este fin de semana (escúchense aquí estornudos y toses).
En fin, a lo que iba. Aquí os dejo un fragmento de mi relato, el que leí antes de que el castañeo de dientes me lo impidiera. Debo avisar de que, igual que en el volumen de poesía se rendía homenaje a Shakespeare, en el de prosa el recuerdo era para Cervantes, y de ahí la cita del Quijote que aparece entrecomillada. Allí mismo confesé que el relato estaba ya escrito antes de que me hicieran la propuesta de participar en este libro, y que, puesto que todos conocéis mi afición literaria por los enfermos mentales (léase La nave de los locos, por ejemplo), intuí que con mi pequeña criatura, perturbada por el amor, bien que podía rendir homenaje al más famoso de nuestros orates, el bueno de don Alonso Quijano, a quien Dios guarde muchos años. Más bien toda la eternidad.
«Fue el mismo Juan Carlos Galán quien la descubrió, debatiéndose en un ahogo que la afeaba; ella que era un ángel, blanca y olorosa a jazmines y a jaboncillo de sastre, siempre el vestido enganchado de hilos y de recortes desmañados de tijera.
Con cuidado la desató de la apretura de la cuerda, la miró por última vez a los ojos arrasados en lágrimas y la depositó en un sillón de mimbre del patio, y luego se despidió para siempre porque sabía que don Jesús Ortiz jamás la dejaría vivir con un hombre como él, y desapareció del pueblo con la inútil promesa de que algún día habría de regresar. Solo a la mañana siguiente se percataron de que la niña había estado desaparecida, medio ahorcada y azotada por el relente, y que si no murió aquella noche fue por su recién nacido deseo de entregarse a la locura y de desbaratarle los nervios a su padre.
Ya en la familia tenían varios antecedentes. Sin ir más lejos, su madre, Jacinta Quijano, hacía tiempo que se limitaba a mirar desde la ventana el paso apresurado de los coches y el lento devenir de los segundos. Don Jesús Ortiz achacaba aquel desierto de lucidez en que se desenvolvían sus mujeres a una cuestión genética, y relacionaba el apellido de la esposa con el de aquel otro loco famoso que declamaba entre libros aquello de "La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura". Aparte de aquel parentesco jamás probado, ambas compartían unos insoportables ojos azules y unas manos hacendosas para cortar patrones, bordar bodoques y elaborar biznagas olorosas, así como centros y jarrones para los cultos de la iglesia.
Por eso Salvadora Sánchez, que ejercía de sacristana en Santa María desde que muriera el titular del cargo y que les alababa los arreglos florales y las puntillas primorosas de los manteles del altar, y que, más allá de eso, guardaba su propio rencor a don Jesús Ortiz, propietario de sus antiguos olivos, se dirigió aquella tarde a descomponerle los propósitos de sumar más ejemplares a su colección de dementes.»
Elena Marqués