Hasta que llegó su hora
Estaba yo este año bien satisfecha con la concesión del Premio Princesa de Asturias de las Artes a dos músicos sin los que el cine no sería lo que es y que, además, han puesto la banda sonora prácticamente a toda mi vida consciente. Si John Williams (no confundir con John Williams, el autor de Stoner, que también merece por mi parte agradecimiento y admiración) nos hizo disfrutar de grandes producciones como Star Wars o toda la saga de Indiana Jones, llorar a moco tendido con un extraterrestre feo y chaparro y emocionarnos hasta la médula con La lista de Schindler; si, cuando recordamos al famoso tiburón blanco devorador de hombres, lo hacemos siempre con esas notas siniestras que solo pueden provocarnos pánico, a Morricone le debemos las tardes de verano de nuestra adolescencia con un spaghetti western de fondo; aquellas otras de cine club donde no faltaba Bertolucci con sus películas de metraje excesivo; y, ya en plena juventud, cuando ir al cine se convirtió en rito semanal, la belleza de La misión, las heroicas escenas de Los intocables de Eliot Ness o uno de los homenajes más hermosos al séptimo arte: Cinema Paradiso.
Si destaco estas tres es porque en ellas se cumple esa perfecta conjunción de la música con la historia que se cuenta. Creo que, al nombrar cualquiera de ellas, se nos vienen a la cabeza, antes que cualquier escena, las notas de la orquesta acompañando a temas y personajes, provocando tensión en el momento justo, tocando el corazón como solo ese arte supremo inspirado por Euterpe es capaz de hacer. Quién no recuerda en ese sentido el oboe del padre Gabriel sonando en la selva, los coros interpretando el Ave María guaraní o la escena final de la película de Tornatore con esos besos robados por la censura y recuperados para nosotros.
Yo, en esta ocasión, para despedirme del compositor romano y universal, me decanto por una escena épica de Los intocables de Eliot Ness (pinche ahí mismo, sobre el título, y sáltese los anuncios en cuanto pueda), de Brian de Palma, por razones obvias. Y porque me gusta a rabiar, no hace falta decirlo.
Descansa en paz, maestro, y gracias por todo.
Elena Marqués