Hasta que sea verano
Conocí (literariamente hablando) a Ignacio Arrabal a través de El rasgo suplementario; obra de difícil calificación, fascinante y distinta, que me descubría una voz poderosa, con un estilo cuidado y exigente, tras la que, estaba claro, se mostraba un autor prometedor y de lecturas amplias, bien elegidas y mejor aprovechadas. Con Hasta que sea verano ha terminado confirmándome su pericia, no solo en el aspecto técnico, en el que no puede ponérsele ninguna tacha, sino por su extraordinaria versatilidad y su dominio de los registros narrativo y poético (extraordinarias las descripciones de la luz y sus cambios; de las sensaciones y los sentimientos; de los pensamientos, vertidos en ocasiones como verdaderos aforismos indiscutibles).
La historia parece simple. De hecho, en momentos pensé en aquella famosa (y terrible) película americana de Sé lo que hicisteis el último verano, mientras en otras ocasiones se me venían a la cabeza escenas de El Jarama de Sánchez Ferlosio. (No voy a nombrar, por obvio, la serie española que acompañó nuestra adolescencia y sus azulosos estíos).
Un grupo de amigos muy jóvenes, en esa edad fascinadora del paso de la adolescencia a la juventud acuciada por la sexualidad punzante y el temor o la esperanza del futuro, se reúne cada verano en un lugar costero privilegiado. De clase acomodada y sin grandes problemas aparentes que afrontar, sus vidas sufren graves perturbaciones con el arribo de tres personajes de ámbitos diferentes al que les es propio, tres jóvenes intrusos que cambiarán para siempre el curso de sus existencias.
De ahí que el espacio «particular» en el que se desenvuelve la novela llegue a tomar tintes simbólicos, algo claustrofóbicos, desde la playa privada en la que se concentran (Cala Diablo: solo el nombre ya debería ponernos sobre aviso) hasta El Recinto cerrado y elitista de las cuatro casas familiares donde sucede buena parte de los hechos, con el testigo único del mar-muerte frente a ellos (algún náufrago aparecerá en sus orillas, y no un náufrago cualquiera) y el círculo-laberinto de bares a los que acuden, siempre los mismos y contados con los dedos de la mano, pues fuera de ellos no siempre serán acogidos amistosamente (por ejemplo en la discoteca Necrópolis, otro espacio de nombre funesto).
Aunque desde el principio conocemos alguno de los elementos trágicos que jalonarán este periplo veraniego (la muerte de Roberto se anuncia en la primera página; más adelante, el «suicidio a medias» de Fabien), Ignacio Arrabal controla a la perfección el recurso de la intriga, que deviene importante herramienta en la narración de los hechos, contados desde la voz de uno de los protagonistas, Alonso, si bien son muchas las ocasiones en que se utiliza la primera persona del plural pues todos forman parte de los acontecimientos que vendrán y en cuyo desenlace inciden como personaje colectivo. Así, la responsabilidad se diluye en una indefinición que, al fin y al cabo, los salva de peores remordimientos.
Porque, si tuviéramos que desentrañar el tema central (realmente se nombra ya desde el inicio), no es otro que la culpa, la culpa repartida, que planea a través de los años (de ahí el título de la novela) en busca de olvido o redención, de rito al que adherirse o absoluta impotencia, de obstáculo que hay que vencer para poder continuar hacia delante; una idea que se repite en la voz de Alonso como un mantra y pesa de modo diferente en cada uno de ellos (él se desenvuelve en «esa melancolía opaca y aguda que no permite avanzar», en el «abismo constante de la duda»; mientras que Javier resuelve «Tenemos que ser ambiciosos con nuestro futuro e inflexibles con nuestras ambiciones. La vacilación nos coloca en la mediocridad»; y de Nacho dice que «No le asustaba tanto sufrir como recordar»), aunque la primera reacción, egoísta e infantil, en correspondencia con las edades de los protagonistas (muy bien caracterizados, tanto individual como colectivamente, como grupo), es la de «regresar a la burbuja de la seguridad familiar». Mentir, al fin y al cabo; una salida usada con demasiada frecuencia por mostrarse cómoda y efectiva.
Pero a mí, personalmente, me atrae mucho más el asunto de la reconstrucción de la memoria («Su memoria sería la memoria de un sueño»), ese invento personal con el que se intenta el olvido o al menos suavizar los hechos pasados, así como la incertidumbre ante las posibles elecciones y los «qué hubiera ocurrido si» («el tiempo comenzaba a multiplicarse y se iba llenando de variantes»), y la imposibilidad de, cometidos los errores, dar marcha atrás y redimirse. También «esa ilusión infantil y estéril que se pone en las cosas que sabemos que nunca se cumplirán», pues de deseos quebrantados se compone buena parte de la existencia; y la falta de control o de albedrío a la que en ocasiones nos enfrentamos, como títeres de una tragedia en la que apenas somos personajes sin voluntad («el papel meramente testimonial que estaba condenado a representar»), pues, como concluirá reflexionando el desazonado narrador, y como a veces en la vida real comprobamos, «no es suficiente el deseo o el arrepentimiento para espantar los malabarismos de la providencia».
Elena Marqués
Ignacio Arrabal (Sanlúcar de Barrameda, 1973), autor de los volúmenes de poesía La palabra tiempo, La superficie del aire, Los sueños intactos y La luz inversa, ha obtenido premios como el Ángaro, el Santa Teresa de Jesús o el Paul Beckett. En 2014 publicó una selección de relatos bajo el título Las vidas invisibles, y en 2016 debutó como novelista con El rasgo suplementario.
Ejerce la crítica literaria en revistas especializadas y en Diario de Jerez.