La memoria donde ardía
Aunque la cita de Antonio Porchia «Quien ha visto vaciarse todo, casi sabe de qué se llena todo» precede al primero de los cuentos de La memoria donde ardía (Páginas de Espuma, 2019), bien podía servir de frontispicio al corpus completo del último libro de Socorro Venegas; un volumen atravesado por el dolor, por el vacío que deja la pérdida, por ese miembro fantasma que sigue palpitando y nos transforma en un nuevo yo que a veces desconocemos o no sabemos explicar.
De ahí que sea la ambigüedad, el sugerir más que el decir, para que el lector proactivo ejerza su verdadera función de intérprete, un elemento fundamental en estos 19 cuentos. Al fin y al cabo, no todo es inteligible en la vida. Por ejemplo, la cruel enfermedad de los niños. Por ejemplo, la aparición de unos alumnos ciegos que, quién sabe si producto del subconsciente o del universal sentimiento del miedo, o de la culpa, perturban el orden. Por ejemplo, la magnífica felicidad, cuya fórmula se empecina en encontrar un ridículo hombrecillo al verlo escrito en la pegatina de un coche de segunda mano.
En los cuentos de Socorro Venegas, si como tal pueden ser llamados, pues no necesariamente responden a lo que entendemos por tales, se combina la voz interior y reflexiva de la instancia narrativa, que balbucea en ese intento de expresar lo inexpresable, con una leve línea argumental que, cuenta la misma autora, parte de algún acontecimiento autobiográfico. Ese hecho inicial (la enfermedad y muerte de un hermano, el fallecimiento a destiempo de un marido) se transforma en literatura pues todo puede serlo, todo puede acontecer en ella y cobrar una nueva existencia. De esta manera, la vida desaparecida, tratada con la distancia recomendada por Quiroga y la posterior elaboración del recuerdo, de esa memoria que da título al compendio, deja de ser «un estilete abriendo zanjas sin fondo en mi corazón» para crear un espacio propio, en ocasiones surrealista, con elementos de «magia, porque la vida no basta», como recuerda una de las brujas de «La isla negra», por el que caminamos con «esa delicada sensación de no pisar del todo el suelo». Y en esa atmósfera se mueven los protagonistas de La memoria donde ardía; unos protagonistas en su mayoría femeninos o infantiles que ejemplifican la frágil grandeza de la supervivencia y su victoria. Los mecanismos y herramientas con las que enfrentan los personajes el abismo se convierten en elemento central de estos cuentos.
Y esos procedimientos pueden ser muy variados. Así, en «Pertenencias», asistimos a un intercambio de posesiones entre dos desconocidos como medio de superar una pérdida y, a la vez, dejar que esos objetos continúen sobreviviendo en otros, o más bien sigan un cauce distinto al que tenían previsto. (Como explica precisamente en el cuento que da título al libro, «el Señor del Tiempo me había dado otras vidas para gastar y yo, cómo negarme, las había vivido»)[1]. En «El coloso y la luna», la niña que busca a su padre alcohólico abandona la vergüenza por la aceptación, lo que hace que vea la realidad con otros ojos. En «Los aposentos del aire», el relato más extenso y, para mí, doloroso, por esa voz infantil preñada de madurez y valentía que emplea, los niños que van a morir (son «niños que se hablaban de tú con la muerte», como los que aparecen en «Anagnórisis») se enfrentan a ese terrible hecho con las únicas armas del amor y la inocencia. En «Historia de una lágrima», con el pensamiento de que «solo cada paso es verdadero» y hay que continuar en el alivio del camino y el deshielo.
Espacio aparte lo ocupan aquellos cuentos, y son varios, que tratan el difícil tema de la transformación de una mujer en madre, «la locura temporal» de la preñez y el angustioso hueco que deja el parto, la incomprensión a la que se enfrentan, el peso del dolor por la leche culpable y por no encontrar en el nacimiento del hijo la anunciada felicidad («mientras no ames a tu hijo, no podrás dormir», dice un niño ficticio en «Anagnórisis»). Porque reconciliarse con esa nueva vida, que a veces se manifiesta como un relámpago imprevisto en un túnel, como una revelación, siempre conlleva un tiempo. Para las protagonistas de Venegas, el proceso de ser una, y después dos, y de nuevo una y vacía y otra («estoy sola en esta incomprensible espera de un acto de amor», concluye en «El hueco»), no es fácil ni natural. De hecho, algunas de esas madres se plantean si no sería mejor un embarazo infinito (es el adjetivo que usa en dos ocasiones para referirse al feto) en el que la espera deviene forma de vida, la añoranza de un futuro siempre por cumplir, mientras otras eligen el abandono (léase «Vía láctea»). Eso hace que muchos de los relatos se desarrollen en un entorno familiar, entre los muros de una casa, en el espacio reducido de una habitación, o, por el contrario, en lugares de huida (una estación vacía, un poblado en medio del desierto, las puertas de una cantina prohibida, la promesa inaplazable del mar).
Y todo esto lo logra con una sintaxis escueta donde abundan las yuxtaposiciones y los truncamientos, los recursos poéticos de repetición y de elipsis, metáforas que levantan a una joven viuda como «una llama que la brisa no conseguía apagar» para abrir el paso a la esperanza aun sabiendo que ni siquiera las mariposas se alimentan del aire, más imágenes marinas y ciertas dosis de surrealismo e irrealidad que apuntan a sus antecedentes y concomitancias con la literatura neofantástica. ¿No encuentran huellas de Cortázar en los dos dientitos finales de «La gestación» o en la inexplicable aparición de los ciegos en «Como flores»?
«Uno puede morir de desesperación si piensa en cómo un sillón sobrevive a un ser amado», dice Venegas. Esa permanencia del amor más allá de la muerte es la que ha debido impulsar a la autora a tomar prestado ese fragmento de uno de los sonetos más hermosos de Quevedo y de la literatura para intitular este precioso volumen de cuentos que, estoy segura, sobrevivirá y arderá por mucho tiempo en nuestra memoria.
Elena Marqués
Socorro Venegas (San Luis Potosí, 1972), escritora y gestora cultural, es autora, entre otras, de las novelas Será negra y blanca (Era/Unam, 2009) y Vestido de novia (Tusquets, 2014) y de los libros de cuentos La risa de las azucenas (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997) y La muerte más blanca (Instituto de Cultura de Morelos, 2000).
[1] Del lastre de la memoria en los objetos trata Venegas en varios cuentos de este libro. De ahí que los rescaten, a los objetos, para sus ceremonias funerarias, los protagonistas de «Los aposentos del aire». También se habla de ellos, y de la vida propia que han adquirido por el hecho de pertenecer a alguien, en el relato que cierra el libro, «La música de mi esfera»: «todo te sobrevivía y se burlaba de mí».