La nave de los locos. Nota al editor
NOTA
Querido editor:
No todos los días se levanta uno de buen talante, eso es cierto; pero hay personas que casi siempre emprendemos las mañanas con irrefrenables deseos de estrangular al mundo.
No, no se asuste, no vaya usted a pensar que se encuentra ante un conjunto de páginas trazadas por un demente, aunque son muchos y muy variados los que desfilan por ellas. (Por eso dudé si bautizar a este libro con el nombre de uno de sus relatos, La nave de los locos, por pensar que bajo ese título los representaba a todos; pero esa enajenación transitoria se me pasó enseguida cuando, después de leerlos por última vez, descubrí que nada tenían que ver unos con otros, salvo el hecho de proceder de la misma y desquiciada pluma.) La mayoría, en realidad, son apenas bienintencionados ensayos de narración que no llegaron a ninguna parte, inocentes redacciones que naufragaron en las orillas de algún concurso literario o fueron terminadas de mala gana en un ataque repentino de impaciencia. Desechos, en definitiva, para un libro bastante defectuoso.
Escribir es para mí un modo más o menos coherente de salvarnos de la esquizofrenia que nos ha tocado en suerte; de sumar historias domesticadas a este mundo salvaje que ya se mueve demasiado deprisa, que no controlamos y donde bullen tantos personajes indeseables de los que nos gustaría prescindir (no pongo nombres por no ofender). Es una manera de camuflar nuestros deseos criminales, que también abundan; y de enmascarar las frustraciones bajo perdedores e idiotas que son ahora protagonistas y héroes en su elegante capitulación; de convertirnos en pequeños dioses que mueven a su antojo los hilos de la trama y los pasos de sus personajes, enredándolos más que poniendo orden por una malsana ambición de destrozarles la vida. Pero escribir es también una forma de salvar, y de preservar del olvido, a quienes nos caen simpáticos. Y yo, últimamente, y después de años de esfuerzo y varios cambios y retoques de última hora, me empiezo a caer bastante bien.
Por eso, en un arranque de vanidad, y con el único deseo de cosechar el fruto de mi trabajo bajo la forma de unos irrelevantes derechos de autor, me decidí a recopilar mis obrillas inéditas en un volumen para concurrir a este certamen, y busqué en el desmadre de archivos que componen mi ordenador hasta formar un nutrido montón de páginas pensando que quizás podrían agradarle a usted y, sobre todo, gustar a esos lectores que se levantan casi todas las mañanas con una cuerda al hombro y la sana intención de ahorcarse pero regresan arrastrando el cabo y sin el valor suficiente ni tan siquiera de buscar un alcornoque que dé la talla y les aguante el peso. (Véase el respecto el microrrelato «Algunas sugerencias», por si les puede resultar de utilidad.)
Entrego, pues, estas páginas, estos desechos de tienta y cuentos defectuosos, tal como reza en el encabezado, como una saludable alternativa al suicidio, un conjunto de historias con las que matar (perdón) el tiempo y disfrutar un rato de lectura que a ustedes los salve del aburrimiento y a mí me solvente ciertos problemas de autoestima con los que llevo conviviendo toda la existencia.
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