La vuelta al día
Ignora Hipólito G. Navarro lo mucho que nos une. Por lo pronto, una fascinación casi salvaje por Julio Cortázar, a quien descubrí en cuarto de carrera y me acompaña desde entonces y tengo por seguro que hasta el final de mis días. Por eso, al leer el título-homenaje de este nuevo libro del escritor onubense, me he lanzado a él como si no hubiera un mañana.
Precedido por un prólogo-desahogo del propio autor, en el que parece excusarse ante sus incondicionales lectores por sus doce años de barbecho editorial y se nos ofrecen algunas aclaraciones de lo que encontraremos en cada una de las partes que conforman su cuidada arquitextura (cinco, para ir concretando), nos enfrentamos a 21 relatos de diversa extensión y temática, confeccionados y perfeccionados como solo un maestro del cuento es capaz de hacer, donde vuelve en muchas ocasiones los ojos (no hay maldad en la expresión) a su tierra natal. De ahí que en algunos percibamos ciertas notas autobiográficas y en todos, por supuesto, incluso en los más serios y/o dolorosos, ese humor innato que lo caracteriza mismamente.
Se abre el volumen con un pórtico custodiado por ciertos «Ángeles de la guarda» que ampararon a Hipólito, para suerte de todos, bajo las alas siempre placenteras de la literatura. Con él atravesamos «El infierno portátil», una nueva fragua de Vulcano visitada esta vez por monjas entre tontas y procaces; un minúsculo apartamento en la rue Pigalle donde cabe un puñado de grandes artistas en busca de la excelencia cromática-sonora-lingüística («La nota azul» o lo que viene siendo «la obligación moral de la perfección»); y «Nahir, el autor inminente y el localizador», en el que asistimos a su iniciación seixbarraliana como quien desayuna en el bar de la esquina.
Bajo el frontispicio de «En el fondo de la memoria» se refugian sentimientos tan humanos como el loco enamoramiento, incluso cuando este tiene un final feliz; una escena surrealista de hombre-con-la-cabeza-cubierta-por-una-bolsa-y-guía-telefónica-en-mano que, con elementos actualizados de tragedia griega, es mucho más que una metáfora de lo poco que conocemos a veces a quien vive a nuestro lado; nos enfrentamos al peliagudo tema de la identidad, de «la sacrosanta construcción de su persona», oculta bajo una verruga gigantescamente Sánchez; a una escena común como es la de intentar echar a arder los troncos inservibles de una chimenea (¿qué otro encendimiento querrá que acontezca con tales mimbres?); y dos últimos relatos con protagonistas poco recomendables: un «buen» hombre que se entera de su azarosa paternidad, y otro que nos da a entender que no es la libertad tan maravillosa como la pintan y que formar parte del mundo no está al alcance de todos.
Por «Los artistas cautivos» desfilan varios cuentos en primera persona y aparece uno de los textos más extensos. Precisamente el que da nombre a esta estación. En él, un monólogo-aprisionador dirigido a un tal Garrido nos enreda hasta dejarnos atrapados en esa tierra indomable de la creatividad; esa que nos tapa ojos y oídos según nos recuerda en el anterior «Balance». Continúa con dos relatos complementarios, «Tantas veces huérfano» (una sensación real por cierta) y «Rifa», que comparten párrafos enteros y que al principio me dejó algo sorprendida, pensando en que debía ser un error.
Pero no hay errores visibles (ni invisibles) en el lenguaje y la técnica de Hipólito G. Navarro, que nos regala a cada paso imágenes sorprendentes, hiperbólicas; adjetivos exasperantemente exactos; escenas como la de esos preparativos pre-teatrales en las que descubrimos a ese observador privilegiado que se desarrolla a continuación en «Luisito Tristán, pintor de fondos», uno de los pocos cuentos en que volvemos al pasado aunque continuemos rondando la serranía de Huelva. O esa otra hilarante del tal Tiresias a vueltas con su sexualidad que nos conduce a la parte más personal del libro, según reza en la expresión parentética «Texticulario íntimo», donde, después de bregar con ciertos problemas informáticos (también eso tenemos en común, si yo contara), reaparecen escenas ambientadas en su mundo rural alterado por el turismo, con sus beneficios y sus contras; y aquel de su adolescencia y juventud reales con los que concluye esta última parte, «La vuelta al día», que da nombre a estos 21 mundos, y «La poda y la tala de los árboles frutales», título del único volumen que tenía su padre, otro de sus ángeles de la guarda tan solo por haber pronunciado las sabias palabras de «Un libro es lo más importante del mundo, hijo mío».
No sé qué hubiera sido de Hipólito G. Navarro si esta verdad le hubiera pasado desapercibida y se hubiera decantado por continuar con sus estudios de plantas y bichejos. Desde luego, lo que somos nosotros, nos habríamos perdido demasiado.
Elena Marqués
Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961) es autor de los libros de relatos El cielo está López (1990), Manías y melomanías mismamente (1992), El aburrimiento, Lester (1996), Los tigres albinos (2000) y Los últimos percances (20015, Premio Mario Vargas Llosa NH al mejor libro publicado), y de la novela Las medusas de Niza (Premio Ateneo de Valladolid 2000 y Premio de la Crítica Andaluza 2001). Sus relatos están traducidos a diez idiomas.