Lecturas de verano
Esta mañana se me vino a los ojos el tuit de un amigo. En él enumeraba los libros de los que había dado cuenta en el mes de agosto. No es que me sorprenda: él es un empedernido lector y le han cundido las horas mucho más que a mí, ocupada en concluir la redacción de TFM, rematar cocidos montañeses y lebaniegos y descubrir cuevas a las que solo puede accederse por mar, lo que ha reducido mis momentos de lectura a algunos ratos de playa y a esos escasos minutos entre que la cabeza alcanza la almohada y el cansancio se deja caer con espléndida perfección. Pero, entre cucharada y cucharada, entre citas y bibliografía, aún he tenido tiempo para, siguiendo algunas recomendaciones de amigos, conocidos y profesores, disfrutar de, entre otras, la novela Los años inútiles, de Jorge Eduardo Benavides, que me ha hecho sumergirme en la pobreza de una Lima que, desgraciadamente, aún pervive, según pude comprobar en fotos y vídeos que mi hija, más viajera que yo, nos envió desde el asiento de un taxi y la tabla de una barca.
La historia, narrada siguiendo el modelo del primer Vargas Llosa en busca de la novela total, cuenta las existencias cruzadas de unos cuantos personajes en los últimos años del gobierno de Alan García, jalonados por el terrorismo, los apagones, las marchas de protesta, el toque de queda, los saqueos, la corrupción, la venta de bebés…
He de decir que, a pesar de la sordidez, que es mucha, la desesperanza, que es toda, su técnica de los vasos comunicantes me ha resultado liviana frente a Nada de opone a la noche, de Delphine de Vigan. No es que no la recomiende. Simplemente es tanta la tristeza que se respira, y tristeza real, autobiográfica, en la reconstrucción de una vida atravesada por la enfermedad mental de su madre, que no es para alguien que tenga que enfrentarse a una vuelta de las vacaciones, por ejemplo, que ya deprime por sí solo. Tampoco recomiendo la última de mis lecturas, Microcolapsos de Cecilia Eudave, pues es bastante inferior a otras cosas que he leído de ella. Eso sí, se despacha en un rato. Son pequeños relatos, microrrelatos más bien, de tono fantástico protagonizado en la mayoría de los casos por objetos antes que por personas. No sé, no me ha convencido del todo.
Nada que ver con La insignia y otros relatos geniales del también peruano Julio Ramón Ribeyro, que me ha servido para abrir boca para otras muchas narraciones suyas que vendrán, aunque confieso que tampoco me ha pasado lo que me suele suceder con Borges o Cortázar, que todo me parece excelso. En este libro se reúnen relatos muy buenos con otros más bien normales, pero lo recomiendo, mientras me reservo mi opinión sobre el primer libro de la saga de Elena Ferrante porque, aunque me ha distraído, no voy a negarlo, no lo suficiente como para seguir con el resto. Ya sé que tiene una acogida y unas críticas estupendas, pero igual es que yo me había hecho una idea equivocada de lo que me iba a encontrar. Qué malos son los prejuicios, sí.
Pero si he dejado para el lugar de privilegio el ensayo Aquellos años del boom, de Xavi Ayén, es porque me han impactado, y mucho, algunos descubrimientos, en especial los relativos a los tejemanejes de premios literarios, la trascendencia de tener un agente literario y otras menudencias, que no lo son en absoluto, de esa vida secreta de la escritura. Me ha descubierto a autores a los que apenas había oído nombrar, me ha confirmado mi amor irrenunciable por los de siempre; pero me ha dejado ese sabor amargo de saber que también ellos han pasado por ciertos aros que, parece ser, hay que atravesar si se quieren lectores más allá de las fronteras locales.
En fin, ahora queda escoger las próximas lecturas. A los deberes de septiembre, si es que es un deber, y no un goce, iniciar la temporada de tertulias, se une la depresión de tener que levantarse antes de las siete de la mañana y realizar un trabajo que hace años dejó de interesarme lo más mínimo. Empezaré, pues, dando cuenta de algún libro ligero, que demasiados sofocones llevo ya. Vamos, digo yo.
Elena Marqués