Los relatos del padre Brown
Dejar que se asome a esta ventana del siglo XXI una figura tan anacrónica como la del padre Brown, el famoso curita-detective de Essex creado por Chesterton, puede resultar extraño; pero es que, angustiada como me sentía a veces por el confinamiento y las malas noticias, me he visto impelida a buscar libros más ligeros y amables, aunque lo que se narre en ellos gire siempre en torno a un crimen. Estas lecturas se han visto complementadas con ciertas series de televisión como The sinner o Killing Eve, lo que me ha hecho reflexionar sobre lo mucho que nos gustan las ficticias transgresiones del orden, hasta el punto de aceptarlas casi como un arte («El criminal —pensaba sonriendo— es el artista creador, mientras que el detective es sólo el crítico», se dice en La cruz azul, el primer relato protagonizado por nuestro sacerdote). No creo que esto se deba a que seamos unos psicópatas en ciernes, pero a alguna extravagancia espiritual ha de responder que las historias cruentas nos resulten tan entretenidas y gusten prácticamente a todos los públicos.
Yo más bien pienso que el planteamiento de un enigma siempre supone un reto divertido y una forma de demostrar, o demostrarnos, nuestro ingenio. Aunque el mío debe andar bastante atrofiado, porque, después de recorrer todos los relatos reunidos en un solo volumen por la prestigiosa editorial Acantilado, me doy cuenta de que pocos son los misterios que he resuelto con éxito, lo que me hace pensar que, como en esas primeras novelas del género, entre las que incluyo las protagonizadas por el Dupin de Poe, el inolvidable Sherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle y, por qué no, las de la maestra del crimen Agatha Christie, existe en todas sus historias el rasgo común del artificio y el juego. No deja de ser rebuscado que, en este caso, el en apariencia candoroso sacerdote católico se presente en tantos y tan dispares círculos y espacios, en algunos de los cuales parece no encajar ni con calzador.
En Los relatos del padre Brown nos enfrentamos a una serie de pasatiempos, a unos complicados rompecabezas en los que cada pieza se ensambla con una perfección que en la vida real, desordenada y confusa, no se presume ni se reproduce jamás; pero, en esencia, creo recordar que las primeras narraciones detectivescas y/o policiales, que más tarde desembocarán en el género negro, se limitan a reproducir una serie de claves (el enigma inicial, los sospechosos, el móvil del crimen, las distintas teorías y la resolución final), que, en efecto, se repiten aquí hasta el agotamiento, y que aún se centran, más que en plantearnos el desequilibrio social que causa todo crimen, las fallas de la justicia o la corrupción derivada de la vida urbana, en los motivos egoístas del asesino o el ladrón, que oscilan entre la calibrada venganza y el mezquino deseo de enriquecimiento.
Es cierto que, aunque algunos de estos relatos se sitúan en la populosa Londres de principios de siglo, la mayor parte de ellos suelen desarrollarse en pequeñas localidades de la campiña inglesa o en esos fascinantes y peligrosos acantilados adecuados para recrear una atmósfera de misterio, en cuyas descripciones demuestra Chesterton un estilo inmejorable, muy plástico y en ocasiones poético, por lo que sus personajes suelen ser aristócratas gruñones enfrentados a sus propios parientes, abogados que actúan de albaceas, médicos rurales… Pero no faltan algunos otros más populares, periodistas metomentodos, sacerdotes y tristes empleados públicos, taberneros e incluso exacerbados bolcheviques, así como otros más pintorescos procedentes del exótico Oriente, que amplían la paleta humana para ofrecernos un retrato amplio de la sociedad del momento.
Pero la grandeza de estos textos de Chesterton reside en el análisis que hace de la naturaleza del hombre, la gran penetración psicológica que emplea para presentar a los personajes y averiguar las razones que los mueven a actuar como actúan. De hecho, la forma de resolver los casos del padre Brown, más intuitiva que deductiva, viene determinada precisamente por las competencias adquiridas en su profesión, pues como sacerdote conoce a una gran cantidad y variedad de individuos, y, en especial (para eso sirve la confesión), su lado más oscuro. Eso lo hace muy apto para reconstruir la mente del criminal y el propio crimen a través del «sencillo» método de la razón y el sentido común; algo que a algunos de los muchos personajes que transitan por los relatos les resulta extraño. Como si los ministros de la Iglesia tuvieran siempre que dar más crédito a las explicaciones sobrenaturales que a las pedestres y lógicas que ofrece el desarrollo real de la vida.
No pueden faltar algunas figuras secundarias tan propias de este tipo de novela, como el inspector de policía que resulta menos sagaz de lo que se espera de él (piénsese en el Lestrade de Doyle, siempre superado por el frío e infalible Sherlock Holmes) y el ayudante del detective, que aparece en algunas de las novelitas representado en el exdelincuente Flambeau, así como continuas referencias a aventuras y casos anteriores en un ingenioso juego de intertextualidad muy propio del género. Y, para que la lectura nos atrape desde el principio, la ágil combinación de narración, descripción y diálogos, entre los que destacan, por supuesto, los enredados y paradójicos monólogos del protagonista lanzando distintas teorías posibles hasta por fin enseñarnos el cabo del hilo que conduce a la verdad en el último segundo, lo que hace que algunas de las historias tengan, para mi gusto, una resolución demasiado abrupta.
Sin embargo, aun con esos posibles «fallos», yo recomiendo la recuperación, si es que en algún momento los hemos olvidado (el padre Brown, por supuesto, se ha convertido también en personaje de televisión, en series bastante menos cruentas que las que ahora se estilan), de estos breves y entretenidos relatos, no solo como fórmula de necesaria distracción en estos momentos que vivimos, sino, sobre todo, por la pulcritud de su escritura; algo que convierte estas obras, junto a otras tantas del escritor inglés, en clásicos de la literatura universal.
Elena Marqués
Gilbert Keith Chesterton (Londres, 1874-Beaconsfield, 1936), escritor y periodista conocido por sus relatos del padre Brown, cultivó, además, el ensayo (El hombre eterno, 1925), la novela (El hombre que fue jueves, 1908), la biografía (Santo Tomás de Aquino, 1933), la poesía (La balada del caballo blanco, 1911), el artículo periodístico («El hombre común», 1950) y el libro de viajes (Mi visión de Estados Unidos, 1922).