Lunes Santo
No tengo que recordar que esta página va de literatura, y que el título puede despistar. Pero nadie me negará que las fiestas religiosas dan para muchas páginas y adjetivos de distinta jaez. Que la saeta, bien cantá, es un hermoso poema en octosílabos; una copla «disparada a modo de flechazo contra el empedernido corazón de los fieles» (Demófilo dixit). Que los que transmiten a pie de Campana las revirás y las venias se esfuerzan en un manierismo que hasta Tintoretto parece un principiante. Nunca se vio envuelto el veneciano en tanto requiebro curvilíneo. Que el Pregón (vamos a ponerlo con mayúsculas) deviene un subgénero a medio camino entre la lírica y el teatro, al que, confieso, no soy nada afecta, pero que mueve a la devoción a muchos de los de acá. Que los pies de los costaleros imprimen un monótono ritmo yámbico que incita al sueño en todos los sentidos que la palabra quiera tener.
Pero no hablemos de música ni de poesía. La Semana Santa de Sevilla, y sobre todo los Domingos de Ramos, dan más bien para incursionar en el decimonónico (y no iba con segundas) cuadro de costumbres, tanto por el inusitado colorido que nos regala, entre capas y capirotes de distintas tonalidades por efecto del sol y vestidos de señoritas sobre tacones de considerable altura, como por los contrastes entre silencio y jolgorio, folklore y devoción, pijerío y popularismo. Toda la ciudad se concentra en un casco histórico que, aunque se precia de ser uno de los más amplios del mundo, no tiene espacio para tanta gente moviéndose a la vez, hablando a la vez, deseando quitarse los zapatos a la vez. Igual para lucir calcetines como los que (es cierto) vi, primero en anuncio publicitario en cadena local habilitada para la ocasión y después con estos ojitos que se han de tragar la tierra, con motivos cofrades o de pura sevillanía, pues igual se adornan de tambores que de copitas de fino para la Feria de Abril o Mayo, que ya, con eso de hacerla coincidir con la Fiesta del Trabajo y ampliarla a una larga semana, no es tampoco lo que era.
En fin, que es nuestra tierra un prodigio de contrasentidos y/o de contrastes, una alabanza al Barroco, una pura sinestesia, un dechado de arte; y que recalar en ella en Primavera solo tiene ventajas. (No voy yo a atacar a la ciudad que me vio nacer. Resultaría feo y tampoco deseo ganarme más enemigos de los que ya atesoro). Quede, pues, esta entrada como manifestación de mi adhesión a las tradiciones y a la belleza, que de ambas estamos sobrados; de mi amor infantil por las bambalinas y el color tiniebla de las velas de penitencia. Queden aquí reflejadas la emoción que despiertan los niños; las maldiciones al hombre del tiempo cuando anuncia la borrasca de todos los Viernes Santo para enturbiar la salida del Cachorro. Y, puesto que es lunes, no estaría de más mencionar algunas de las estampas que considero más hermosas de la jornada: la rosa siempre roja bajo la mano yerta del Cristo de la Caridad; el rosario de los costaleros de la Vera Cruz; el rostro que, si no eres precavido, te niega el Señor de las Penas; la contorsión dorada de la Expiración del Museo. No se me enfade el resto de cofradías. Es que yo, a pesar de haber nacido un Martes Santo, soy más de cardos que de claveles.
Así me luce el pelo.
Elena Marqués