Mater amatísima
Nadie debería excusarse del dolor. Dar explicaciones sobre el sufrimiento. Solo dejar abierta la garganta para el grito, despejado el cauce de las lágrimas. Aun así, como si se viera en la obligación de dar explicación a este libro, Pilar Gorricho acompaña su Mater amatísima de varios paratextos: unas palabras preliminares suyas, donde la reconocemos, aun en la prosa, hecha pura y desgarradora poesía; un breve pero hermosísimo prólogo de Sara Herrera Peralta; un cúmulo de citas que acompañan, como flores de jueves santo, el llanto de quien pierde; y un epílogo de Javier Solé que constata la eternidad de la muerte, la capacidad femenina de «atravesar de noche un río helado» . Por si esto no fuera bastante, cada poema se abre con una cita, algunas de textos clásicos, desde Cicerón a San Agustín, otras anónimas y no por eso menos conocidas, todas llenas de sabiduría como pequeños aforismos (un género, por otra parte, que la autora cultiva con éxito) para la vida o la supervivencia.
Partiendo del ayer, de unos pocos poemas donde muestra la «estrechez» del mundo en el que vivimos las mujeres de nuestra generación (léase, como muestra, «Nuestra tierra»), las consiguientes ansias de rebeldía (hágase lo mismo con el poema «Circunferencias»), la pasión de ser joven («Tu sabor»…), arribamos enseguida al motivo de estos versos: la niña Sara brotando entre meconio, agua y placenta, la joven agostada en su partida. Alfa y omega, extremos de una vida apenas separados por el filo de una página. Imagino que no es gratuita esta ofrenda, que en cierto modo simboliza lo que somos: breves partículas desconsoladamente enraizadas a unas manos de leche, a unos dedos de niño que no siempre acaban por crecer.
Es alrededor de ese motivo central de la maternidad truncada donde se tejen los poemas, largos y punzantes como las espinas del duelo siempre inacabado, como la pena de todas las huérfanas del mundo unidas por ausencia semejante, por el hueco de un abandono que jamás podrá llenarse en un Black Friday cualquiera. Ni siquiera con todas las palabras del mundo.
Se dirá, pues, que es un esfuerzo inútil el de invocar la curación por el poder del verso ("Cualquier palabra no basta para sanarme", nos recuerda «El daño»); pero queda claro, entre las distintas voces que se alzan ¿calladamente? en este libro, que ni siquiera aplacar los síntomas intenta el tratamiento de la escritura. Hablamos, simplemente, de no morir, y, al mismo tiempo, por la magia de la voz hecha sílabas contadas, de resucitar, en cierto modo, a la hija, de abonarle un terreno para su reino de otro mundo. A ella le habla, y a todos nosotros, en ese tú que nos incluye tantas veces en el cortejo.
Siempre me ha sorprendido de Pilar Gorricho la dureza de sus palabras, la rabia (así titula uno de sus poemas, «Mater rabia») a veces poco, o nada, contenida. Contra Dios (“Mas prefiero / eso que honrarte para parecerme / al rebaño”, dice en «Liturgia», y más tarde dedica a la muerte nietzscheana un durísimo poema) y contra los hombres. Motivos tiene para ello. La culpa, ogro inevitable (a ella se refiere en el poema «Mano negra»), se cierne «al azote del ventisquero». Como si de la poeta dependieran los destinos. Como si su mano no hubiera ofrecido lo suficiente.
Pero no es de eso de lo quiero hablar, sino de la belleza milagrosa de sus versos más fieros, la potencia inverosímil de las adjetivaciones de las que solo ella es capaz, los símiles como puñales, la extraordinaria imaginería de símbolos enlazados tal que tupidas enredaderas, los versos de cierre recogiendo la semilla interrumpida sin posible fruto, levantándose en un clímax que nos deja sin habla, sin respiración; que nos conduce en largos encabalgamientos y paralelismos desafiantes e irrepetibles por ritmos de angustioso vértigo, de plenitud, si eso es posible, amarga y funeraria, de profana letanía (hay influjos claros, referencias continuas a los textos sagrados; al fin y al cabo, este libro sube a su particular monte Calvario y ofrece un sacrificio de carne filial), donde la invocación y la pregunta retórica atruenan los oídos y el hipérbaton juega su mejor baza, donde lo cotidiano nos muestra su desnudez y su autenticidad en la herida siempre abierta del corazón. Pilar Gorricho se encarga de recordarnos en este poemario lo solos que nos quedamos los muertos entre las cosas cotidianas, junto a las madres seniles (qué decir del poema «Vejez»), frente a los platos en los que comíamos «antes de las seis», los muebles en desuso «en esta casa rota», bajo lámparas de techo con las que hacemos «muy buenas migas», abriendo armarios de los que cuelga ropa colorida que ningún movimiento repentino de percha agita ya, ni en los días de más frío. La distancia inconmensurable que nos separa de ese cielo «que no ha parado de escupir piedras». Lo diferentes que somos hoy a lo que fuimos alguna vez en aquel terreno del ancho futuro esbozado en los poemas primeros, tan breves ahora como pálidos en su quietud de rara esperanza cuando el dolor era un término tan remoto como ajeno, «cuando creíamos / que todo el mundo nos amaba» y no reconocimos la alegría.
Es difícil cerrar este libro. Algo nos mueve a volver a él y distinguir en cada palabra su correspondencia con la llaga que le subyace. Porque el dolor parece innato a la Poesía, un argumento que le crece incluso entre los intersticios de las losas, sin necesidad de riego y de cuidados. El de Pilar Gorricho se derrama en torrentes incontenibles, en ocasiones, creo, espontáneos. Y el resultado no puede ser más hermoso.
Elena Marqués
Pilar Gorricho (Logroño, 1961) autora reconocida por sus poemas y aforismos, ha publicado los libros Los retazos de mi alma, Girasoles de asfalto, El vacío de los plenilunios, La hiedra del perdón, Vía Lucis y este Mater amatísima, y participado en diversas antologías; entre ellas La flores del bien y Los rincones más oscuros. Colaboradora y critica de poesía en varias revistas, clubes y canales literarios, gestionó el festival internacional de poesía y arte Grito de mujer en La Rioja. Como ella misma dice, «No escribo poesía para vivir, la escribo para no morir».
Elena Marqués