Metaficción
Estudiando el tema de la metaficción y todas sus estrategias y concomitancias a cual más hipersilábica (que si autorreferencialidad, que si metaliteratura, que si hipertexto, hipotexto y otras zarandajas lingüísticas), un asunto que me atrae, más como juego y/o guiño cultista que como otra forma real de complicarte la vida, me encuentro en Facebook con este recorte de 2012 que me ha hecho sonreír.
Inmediatamente he pensado en Pirandello, que se queda en pañales ante esta señora en busca de su yo perdido; y después, como es obvio (y a vueltas con mis dichos de la ventana pasada), en que la realidad supera la ficción.
Últimamente, es cierto, muchas de las noticias que nos espetan los periódicos parecen más bien salidas de El caso o invento de los redactores de El Mundo Today, entre los que me gustaría encontrarme. No porque me considere muy ingeniosa, sino para ver qué se siente al crear una metarrealidad de ese calibre y vivir en ella y creérsela. Que seguro que eso es insano, pero también lo es escuchar las noticias de verdad, que nunca sabemos si lo son, y aquí estamos: informados, y a veces hiperinformados, otras muchas subinformados, pero siempre amargados en grado hiper. (Por cierto, al próximo que vuelva a decir «esto es un fake» le atizo. No pasa nada si se dice «noticia falsa». Es más, parece aún más falsa, y así la identificamos mejor. Y, además, si las news son femeninas, las fake también. Vamos, digo yo...).
Pero volvamos a lo que interesa, a la noticia de esa alma cándida que se sumó a su propia búsqueda. Me la imagino, nueva Walter Mitty, en Islandia, cumpliendo con los ritos de los viajeros de hoy, esos que saben elegir sus destinos porque de repente si no has ido a Islandia es como si no existieras (esto puede trasladarse a gustos por cantantes y/o vinos de reserva, aunque normalmente va todo junto, como en un pack para progres o algo por el estilo), y que, de repente, en vez de dejar actuar al Lobatón de Reikiavik, interrumpe sus merecidas vacaciones para ayudar a buscar a una mujer desaparecida. Pierde un día de su vida, en vez de apostada con cámara y gorro de lana a la caza de la inconsistente aurora boreal, en colaborar con la Lögreglan y con flimmtíu lífvörður (venga, si yo he podido, vosotros también) hasta darse cuenta de la tonta confusión. Y no creo que fuera un problema de idioma, que allí todos hablan inglés de la misma manera que por aquí nos entendemos a la perfección a insultos; más bien parece que en este caso fue un exceso de amor por la moda: la buena mujer se cambió de ropa en mitad de la excursión y el conductor del autobús o strætó bílstjóri (ahora he sido buena y os lo he traducido; no es cuestión de regodearse en la crueldad) no la reconoció.
En fin, de esto pueden extraerse al menos dos enseñanzas (también había metaficción en El conde Lucanor; por eso me ha salido el lado moralizante). La primera es bien tonta, y es que ser frivolón o frivolona tiene también sus consecuencias. En este caso imagino que hasta económicas, pues, viendo cómo se las gastan los parientes de los Bergsson, los Sveinsson y los Jónsson, mucho me temo que tendrá que abonar, en coronas, los servicios prestados.
Y segunda, y no menos importante (aunque lo que toca al bolsillo siempre lo es):
¿No estará alertándonos a todos de que andamos tan perdidos que ni siquiera nos damos cuenta?
Elena Marqués