Mi padre nació en Praga
... nadie puede ver lo que existe,
salvo los locos o los poetas.
Rosario Pérez Cabaña
Porque los poetas nunca vienen solos descubrí a Rosario Pérez Cabaña en una lectura de versos en la calle Pureza. Escuché entonces una voz tan plástica y envolvente como las pinceladas del pintor que nunca fue pero convive con ella en su libro Mi padre nació en Praga; un homenaje a alguien siempre presente en la memoria endeble y recuperada, también inventada, porque las vidas, al final, son solo eso: un puñado de recuerdos, propios y ajenos, que desembocan en la construcción de nuestra imagen y nuestra identidad.
En el caso de Rosario, es el arte el que ofrece esa vida y la completa. Quizás ante la imposibilidad de saber a ciencia cierta si la memoria que esta reconstruye es fiel a la verdad o si el olvido es más poderoso que cualquier esfuerzo de humana supervivencia.
El personaje con el que la escritora se hermana y se confunde desde el poema primero («Testamento») no es otro que el pintor expresionista Oskar Kokoschka. Cabe preguntarse si tal identificación no se debe a que ambos, Rosario y Oskar, entienden la entrega a la literatura-pintura y el compromiso con el arte como un camino de revelación. O a que, en realidad, todos formamos una enorme esencia poética que se reencarna varias veces en distintos cuerpos con sus frágiles memorias; un cuerpo en el que caben todos los cuerpos («Entré tan adentro de aquel útero de hombre»), un cuerpo que no conoce límites («sin saber quién era uno / y quién era otro»); esa sensación de que pertenecemos a otra época, que hemos nacido a orillas de otro río (léase «Temporada de cerezas») con la que a veces nos sentimos verdaderamente incómodos cuando más bien deberíamos aprovecharla para construirnos y reconstruirnos en un hermoso poemario o en capas superpuestas de pintura que resquebrajen la realidad y nos iluminen en el caso de que tenga lugar el «hecho / que merezca los dones de sus manos».
Por eso vuelvo al primer poema (parece que no quiero salir de él), porque es toda una declaración de amor y de intenciones. Sus últimas palabras, «solo al artista le dejaba en herencia / su memoria», nos comunican a qué va a dedicarse en estos versos y posiblemente en los venideros, tal como define también en «Poética I («Con los años, he decidido pintar solo lo que se queda en mi memoria»).
Y son muchas las cosas que quedan, que permanecen, como «El consejo de la abuela Salud» y un continuo diálogo. ¿Con el padre? ¿Con Oskar? ¿Consigo misma? ¿Con sus amantes? ¿Con «El amor equivocado»? Pues también el desencuentro se abre paso en la tarde y son muchos los que andan perdidos esperando cosas ciertas.
Y no hay nada más cierto que las imágenes que nos ofrece Rosario Pérez Cabaña en este libro, sinestesias ricas, asociaciones sorprendentes; comparaciones entrañables acuciadas por la urgencia de la polisíndeton; repeticiones y gradaciones que acompañan nuestro paso, que a veces se elevan como una sentida oración (así acaba el libro, levantando un «Padre nuestro sin nosotros»), invocaciones para que no le perdamos la voz ni la mirada. La segunda persona, en la que podemos incluirnos como lectores-vividores de lo que ocurre en el libro-cuadro, es el oído al que se dirige la poeta en una continua invocación constructiva. La palabra, el contar, esa «deliciosa capacidad para la rapsodia» que Pérez Cabaña posee y demuestra en «Melusina y el agua» y en los dibujos de su otro yo-pintor; la sensación premonitoria que comparte con él (léase el sublime poema «Última voluntad»); el viaje a ras del mundo desde los bosques de Escandinavia de pájaros desorientados como palomas albertianas; todos los paisajes y las cosas que se ofrecen para ser dibujados, esculpidos, susurrados. Incluso el dolor de los niños en los campos de Auschwitz en un tono universalmente infantil de canción de cuna y de muerte a la que vence desde sus poemas a pesar de ser apuñalada por un soldado ruso o imaginarla desde la realidad de los sepulcros, a pesar de que el sueño de Alicia, más bien sus pesadillas, ya no tengan vuelta atrás.
Habrá que preguntarse, llegados a este punto, si no es, al fin y al cabo, la muerte, derrotada por la memoria, por la poesía, por la pintura de los escogidos, la que el libro de Rosario Pérez Cabaña acaba por vencer. Eso es lo que yo creo.
Elena Marqués