No entres dócilmente en esa noche quieta
No sé si adentrarse en un autor con tan larga trayectoria a partir de su última publicación sea lo más adecuado. Ignorar su obra anterior, la que lo ha conducido hasta aquí, priva de herramientas para conocerlo, para contextualizarlo, para analizarlo. Sin embargo, sospecho que este No entres dócilmente en esa noche quieta de Ricardo Menéndez Salmón supone para él algo distinto, absolutamente personal y auténtico. Se trata de un texto de no ficción, una vivisección autobiográfica, una honesta confesión en la que, sin embargo, por penetrar en temas tan importantes y tan humanos, toca a muchos corazones que se plantean la eterna, conflictiva y casi mitológica relación padre-hijo.
Expone la «Sinopsis» que este libro parte de una voluntad triple: servir de ofrenda, elegía y expiación, si bien parece que esto último ocupa la mayor parte del tiempo. Como si con la escritura tratara el autor de cerrar, más que constatar, la profunda herida que fue, para él, su padre. Como si, tal como explica en la primera y brevísima sección «Una pintura china», la literatura tuviera la exacta capacidad de conjurar el fantasma de la realidad.
La muerte del padre con que se inicia el recorrido (aunque será ahora cuando este se le haga más presente y más verdadero) levanta la veda para poder hablar de él, no como personaje, sino como persona, con toda una vida que se debate en una larga agonía y que parece encaminada a la autodestrucción. Para ello establece un itinerario por distintas anécdotas, hitos cronológicos o fases fundamentales en su existencia (se habla de él como el invisible, el envenenado, el sobreviviente, el fantasma…), y, por ende, en la de toda la familia. Una existencia determinada por la temprana enfermedad, capaz de borrar, con su presencia doméstica, no solo la posibilidad de ser felices, sino la de conservar unos recuerdos del tiempo anterior a la aparición del dolor («a menudo pienso que mi pacto con la vida ha significado borrar partes significativas de lo pasado», confirma), la posibilidad de construir, con tales recuerdos, una memoria sentimental. La enfermedad, a la que en la tercera parte del libro, «Los venenos», se suma la espada de Damocles del alcoholismo (y, evidentemente, de la amenaza continua de la muerte), no solo transforma al «enfermo profesional» en un déspota, en el centro de todo con su aureola de tristeza, sino que se convierte en algo capaz de estatuir el miedo como forma de vida. Y el caso es, cavila Menéndez Salmón, que nadie se pregunta cómo repercute esto en los hijos. Qué espantoso legado conlleva. Qué significa sucumbir a la angustia antes de tiempo. Cómo rompe eso definitivamente la infancia. Cómo el sentimiento de culpa, junto a la injusticia del fatalismo, planea, a partir de entonces, sobre su cabeza de adolescente. Y, por supuesto, cómo influyen estas vivencias en su faceta de escritor.
Porque este libro de Menéndez Salmón nos regala también interesantes reflexiones sobre la escritura, sobre su función consoladora y como medio de explicar y explicarse la existencia (y, a la vez, alejarse de ella); sobre su funcionamiento; sobre vencer el silencio que suele implantar la realidad; sobre la imposición de algunos libros (este, en concreto) como necesidad catártica; y sobre las fórmulas empleadas para lograr este discurso, para enfrentarse a la construcción de un texto de estas características en el que los mecanismos de la invención han de ser apartados, sustituidos por la herramienta de la objetividad desapasionada en pro de una verdad que, sin embargo, se reconoce imposible, pues siempre la escritura deforma, recompone los hechos, del mismo modo que los acontecimientos familiares se levantan sobre relatos que devienen leyendas. Al fin y al cabo, «la vida que construimos, la que aspira a reflejarnos, es un puro relato, la tentativa de otorgar un sentido a un haz de acciones y omisiones»; y la literatura, «la construcción de un remedo de orden, de una organización superior» para evitar la entropía y el caos, para dar un significado a lo que no siempre lo tiene.
Y puesto que, al intentar hablar del padre, termina alumbrándose a sí mismo, sacando a la luz sus propios temores, sus propios anhelos y frustraciones, son otros muchos los elementos que va tratando Menéndez Salmón a lo largo del libro: la idea de los sueños y los deseos no cumplidos con su resabio de humillación; el concepto de frustración; el peso de determinadas decisiones y/o huidas, así como la imposibilidad de recuperar el pasado; la sacralidad, o no, de la vida; la imposibilidad de entendimiento intergeneracional; la familia como «un palimpsesto inagotable» en el que los nombres y los papeles se repiten, como una cárcel (¿o una ruina?) construida sobre los lazos de la sangre. Y, por último, el universal sentimiento de la soledad, en su caso, como medio para alcanzar la ansiada y urgente libertad («un territorio sin contratos con la piedad de la tribu»), y la importancia de la generosidad y la bondad, rasgos que finalmente descubre en el padre y con los que el lector debería quedarse[1].
Y todo esto lo hace Menéndez Salmón a través de una prosa poética con líricas perífrasis, metáforas punzantes, agudos símiles, descripciones expresionistas y amplificadoras con las que va el autor poniendo nombre, definiendo el desastre de la enfermedad y sus consecuencias y tratando de reconstruir la figura paterna con sus luces y sus sombras, en un tono que, aunque intenta ser clarividente, aunque queda patente su ánimo de no juzgar, no solo al padre, sino cualquier debilidad ajena, se rinde a la nostalgia e incluso, en ocasiones, un poco a la ira. Personalmente creo que es la inflexión más adecuada para intentar explicar la vida de un hombre, para descubrir lo sustancial en este inevitable transcurrir del tiempo. Para hablar, al fin y al cabo, de un asunto que, como padres e hijos, a todos nos concierne.
Elena Marqués
Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), licenciado en Filosofía, colaborador en los diarios El País, La Vanguardia y La Nueva España¸ es autor, entre otras novelas, de la trilogía compuesta por La ofensa (Seix Barral, 2007), Derrumbe (Seix Barral, 2008) y El corrector (Seix Barral, 2009). Ha obtenido innumerables galardones literarios, como el Premio de la Crítica de Asturias de Narrativa, el Juan Rulfo o el Biblioteca Breve.
[1] Debo reproducir toda la cita: «La bondad es más provechosa que la verdad. Un hombre que hace el bien es más necesario que uno que persigue la verdad. La edad me ha hecho desconfiar de la verdad, por excluyente y dogmática, y me ha hecho abrazar la bondad, por frágil y escasa».