Para qué sirve el otoño
Los cambios de estación, el tránsito de un año a otro, los inicios de curso, la vuelta de unas vacaciones, suelen imponer ciertas normas no escritas, como esa de elaborarse una lista de propósitos. A mí el otoño, por ejemplo, me obliga casi por convicción al recogimiento. Después de vivir la calle, de pasear las noches como los gatos y los murciélagos, las mañanas refrescan, los días se acortan, y las tardes invitan al té y a la lectura para que los ánimos no decaigan. Sobre todo pensando en que de nuevo se presenta el deber/obligación, o como cada quién prefiera llamarlo, de acudir a las urnas; que, al irse convirtiendo en un compromiso cíclico, como esas visitas en las que nunca somos bien recibidos pero a las que acudimos no se sabe por qué, termina por aburrirnos y/o por indignarnos.
Pero no voy a deprimir a nadie con esas cosas. Ya cada cual sabe, o cree saber, cómo bandearse en ese tema. Simplemente pienso en que la falta de respeto que manifiestan los políticos por sus votantes habrá de tener sus consecuencias. Porque recordar a la gente que no son nada (y unos menos que otros, añado yo) es no solo desagradable, sino peligroso.
Uno es muy consciente de su pequeñez cuando, desganado, se levanta cada mañana, se ducha, acude al trabajo, espera agónicamente la hora de salida, se alimenta, recoge la cocina, sestea cuando el cuerpo no le da más de sí... Así un día tras otro, sin que nadie te agradezca que sigas haciéndolo aunque no tengas ánimo, porque hay que ganarse la vida, ser productivo, pagar impuestos. Seguir en la obligatoria rueda del hámster. Precisamente ayer leí una frase muy ilustrativa sobre eso. «La gente soñaba y se peleaba y dormía igual que siempre. Y por costumbre procuraban no pensar para no quedar atrapados en la amenazante oscuridad del mañana». Carson McCullers dixit.
Por eso, guardarse de la intemperie en esas escasas horas vespertinas, cuando puede uno vivir para sí mismo y alimentar su minusculez y olvidarse del olvido al que está condenado, es un placer inconmensurable. Nos empeñamos en jalonar nuestro periplo en la tierra de pequeños acontecimientos que den sentido a esa línea continua que es el tiempo. Un tiempo que pasa para todos por igual, aunque deje marcas distintas dependiendo de la fuerza de la marea.
Para quienes intentan mantener la capacidad de asombro y de entusiasmo, el viaje que conceden esas tardes de infusión y libros compensa la desilusión de la monotonía, la desazón de ciertos gestos, la inutilidad de muchas acciones. Y, además, para que no todo suene a hedonismo, ayuda a comprender algunas cuestiones del mundo, a ser críticos, a madurar. Y a actuar en consecuencia.
Quizás por eso existe el otoño. Para que, después de airearnos en la montaña, remojarnos en el océano, volar por encima de los Alpes, tengamos la oportunidad de recogernos en el salón de casa no solo a reflexionar sobre el sentido de nuestro próximo voto, sino a echar un vistazo a lo andado, planear el invierno futuro y ver pasar el tiempo. Y, por supuesto, llenarlo a nuestro antojo en nuestra entrañable y olvidable minusculez.
Elena Marqués