Pequeños versos furiosos
En la pasada feria del libro de Bormujos, celebrada en noviembre, se presentó la obra de Lola Almeyda Pequeños versos furiosos. Por la amistad que me une con la autora, me pidió fuera su maestra de ceremonias; algo a lo que no me podía negar porque era para mí un orgullo y, por supuesto, porque, cuando algo es bueno y necesario, me gusta compartirlo con los demás.
Por aquel entonces yo le «afeé» el título del libro, pues precederlo de ese adjetivo no me parecía adecuado. Son versos, son furiosos; pero nada de lo que elabora Lola Almeyda es pequeño. Me terminé conformando al enterarme de que la denominación de un grupo musical del que formaba parte su hija, quien, por cierto, le dedica un hermoso prólogo en el que conocemos algo más a la autora en la efervescencia de su oficio, tiene mucho que ver.
Estructurado en una alternancia de poemas largos y breves que condensan, estos últimos, los pensamientos más certeros, desde el principio sabemos que todos ellos están escritos con sangre; que son una llamada de atención, una sacudida a las conciencias dormidas, a la cobardía de la inocencia, al corazón que se da por vencido.
Con la sencillez y la claridad que le son propias, la palabra brota y araña, se hace fuerte en su afán constructor; muchas veces escupe, pasa revista a la realidad y a su falsa «Declaración de paz», pues asomarse a las grietas de esto que nos ha tocado vivir solo nos puede conducir hasta el dolor de estar vivo. Su «lamento» se manifiesta en profanas oraciones con efectivos recursos: el paralelismo y el oxímoron en amigable compañía, la metáfora desencantada, la personificación furibunda, el símil vivo, la enumeración de apariencia caótica pero que nos abofetea como un tiro en la sien al conducirnos al «verano con su colorido / de playas y de atascos, sombrillas y toallas / en una playa sobria donde muere la patera / de los negros». Su voz se desgarra en un yo que identifica a la mujer y a la poeta como seres inseparables y en el mundo, mecidos (a veces azotados) por el viento, perfectamente conscientes de la ruina y del cansancio («Una se cansa de estar cansada, / de estar insatisfecha, de protestar por todo...»), del transcurrir del tiempo, de la vida cotidiana detenida en un trasunto de cuadro de Hopper estival o regateada con el cambio de hora, en una sucesión de todo lo que pasa (la mujer asesinada, los niños con hambre, los dictadores que suceden a los dictadores..., así hasta que es la esperanza la que pasa y se esfuma), de todo lo que el telediario le arroja; pero también, en unas pocas ocasiones, sueña y recuerda los versos leídos de su Gloria como (posiblemente) lo mejor de la niñez, su compañía perfecta hasta el presente, y aboga por el amor y la libertad, por la escritura del poema hecho de carne y trapo del polvo, por el hallazgo convertido en aforismo («A veces voy encontrando cosas. Casi nunca lo que busco»), por la necesidad del vuelo y la imaginación. Por la aventura de encontrarse no en el espejo, sino en lo cierto de cerrar los ojos y mirar al interior.
Debería quedarme con estos versos últimos, no con los que transitan en la amargura de la furia. Pero no engaño al lector: ni el aura de Sotiel, donde algunos se fraguaron, pueden aplacar la tristeza de ese perro que «se echa a dormir junto a la fogata de los refugiados que siguen llegando exhaustos a los campamentos que ensanchan sus fronteras hacia lo alto de ninguna parte».
Elena Marqués
María Dolores Almeyda (Sotiel) es autora de los libros de poemas Versos clandestinos (2011), La casa como un árbol (2013), Instrucciones para cuando anochezca (2016) y Pequeños versos furiosos (2016); el libro de relatos Algunos van a morir (2012); y la novela Veintidós estaciones (2015). Ganó en tres convocatorias seguidas el certamen de poesía Villa de Carrión de los Céspedes y actualmente es copresentadora de un programa de radio en el que se habla principalmente, con sus autores, de libros y literatura.